Mucho tiempo antes de que su nombre apareciera en los periódicos, cuando todavía faltaban demasiados años para convertirse en lo que ahora es, Hipólito Mora odiaba llamarse igual que su padre.
“Mi nombre me daba coraje, sonaba a debilidad, a borracho”, me dijo Hipólito en su casa, la navidad pasada. Estábamos sentados sobre unos sillones viejos de madera e Hipólito me decía que de su padre no había aprendido nada, que le dolía acordarse de él porque lo recordaba tirado en las calles, hasta las cejas de alcohol; y también me decía que había enumerado todas las veces en que los hombres del pueblo humillaron a su viejo y todas las veces en que él, Hipólito Chico, juró cobrarles ojo por ojo cada uno de los abusos. “Cumplí mis juramentos a los diecisiete años, cuando salí de la secundaria”, me contó. “Desde ese entonces empecé a cargar pistola”.
Delante de nosotros, sobre una pequeña mesa donde Hipólito descansaba los pies, estaba una Browning 9 milímetros. Le dije que esa arma seguro le recordaba todo el tiempo de dónde venía. Hipólito me miró con cara de Hipólito Mora, de ese que tiene cara de saber usar la pistola, y luego dijo: “Ora mi nombre suena al de un cabrón que no se deja humillar”. Lo dijo recio, sin alebrestarse. Sucede que Hipólito usa el mismo tono de voz cuando saluda que cuando mienta la madre.
En la región más calurosa de Michoacán, en el oeste, está la tenencia de Felipe Carrillo Puerto. Sus habitantes, que apenas y rebasan los diez mil, no le llaman así. Ellos le dicen La Ruana porque hace más de sesenta años galopaba por estas tierras una yegua de pelos pardos, negros y blancos, que los caballerangos conocen como color ruano. Hoy son motocicletas polvosas las que corren por el pueblo. Aquí podría ser el lugar con más motos per cápita. La Ruana también es famosa por el limón. Hay 250 hectáreas de huertas y la mayoría de los pobladores trabajan en ello. Como ocurre en toda Tierra Caliente, acá también hay otro tipo de trabajo: cocinar metanfetamina para el Cártel Jalisco Nueva Generación (a.k.a) CJNG. El cielo huele a amoniaco. Es el mundo según Walter White.
Yo llegué a La Ruana la noche del 25 de diciembre pasado, justo cuando varias mujeres estaban rezando el rosario en casa de Hipólito. Manolo Mora, el hijo mayor, había muerto nueve días antes durante un enfrentamiento entre fuerzas rurales. En total murieron once.
“Están encabronados conmigo porque denuncié las cocinas”, me dijo Hipólito más tarde, cuando contaba que la Gendarmería había destruido laboratorios donde el CJNG preparaba cristal y que, precisamente por denunciarlos, Luis Antonio Torres, mejor conocido como Simón el Americano, el líder de las autodefensas en Buenavista Tomatlán, había querido matarlo.
Pero todo esto, como dije, lo contó Hipólito más tarde. Primero apareció como yo lo había previsto: desconfiado y con la pistola al cinto. Y ya luego me dijo que ha procreado once hijos con cinco mujeres, mas solo una vez se ha casado. Que a él lo había bañado y criado su hermana Eva, la mayor. Que siempre ha visto como su padre a Adán, el hermano que le lleva 14 años. Que su padre, a pesar de todo, era gente noble, que nunca buscó pleitos, que es una lástima que el viejo se haya muerto en la calle, de borracho. Que fue su madre, Flora Chávez, quien los sacó adelante vendiendo café y atole en el mercado; que ahora doña Flora tiene 96 años y que desde hace unos meses ya no reconoce a nadie. Que él sabe que tuvo una infancia sufrida, como todos, pero que jamás ha necesitado ir con un psiquiatra. “Yo soy quien soy porque los ideales los aprendí en la calle”. Que vendió chicles en el cine de La Ruana. Que boleó zapatos, pero dejó de hacerlo porque empezó a andar de novio y le daba vergüenza. Que encontró trabajo en los campos algodoneros porque, alguna vez y aunque no lo creamos, La Ruana parecería la capital del algodón. Que trabajando ahí, en el algodón, se compró su primera camioneta, una Datsun 69, y luego un Volkswagen sedán. Que también se compró sus primeros lentes porque ya veía muy borroso. Que en esos años le puso una tunda a un tipo que le solía pegarle a los chamacos, que lo mandó al hospital, que si no lo mató fue porque ese día olvidó la pistola, que seguido se lo encuentra en el pueblo y que solo está esperando que le diga algo para volver a tundirlo. Que cuando el algodón se vino a pique, compró tres vacas y luego otras 150 y así trabajó unos años hasta que la ganadería también dejó de ser rentable.
Entonces se dedicó al limón y fundó las autodefensas.
“Nos levantamos en armas el domingo veinticuatro de febrero del dos mil trece, pero yo fui meses antes a Los Pinos a buscar al presidente. Agarré una mochilita y me subí a mi Mustang ochenta y siete. Manejé hasta Apatzingán y ahí agarré el autobús para México. Yo iba con mucha fe en Dios, a mí nada se me hace imposible. Yo nomás quería contarle a Calderón cómo estaban las cosas en La Ruana y que nos mandara al ejército y también policía, pero que viera por el pueblo, no por los Templarios. Con ese pensamiento me fui. Llegué en taxi a Los Pinos y, en la puerta, un guardia me paró y me dijo que, para entrar, necesitaba llenar una solicitud y no sé qué tanto, y yo dije: ¡chinguen a su madre!, y me regresé a mi pueblo. Esto mismo que te estoy platicando orita, se lo conté anoche a Felipe Calderón, cuando me habló por teléfono”.
(—¿El ex presidente le llamó en navidad? —interrumpí la narración de Hipólito.
—Sí, sabe quién le pasó mi teléfono. Yo nunca había hablado con él.
—¿Y para qué lo buscó?
—Me dio el pésame de mi hijo. Luego le conté que fui a buscarlo a Los Pinos y él me dijo que no sabía, que lo disculpara.
—¿Y de qué más hablaron?
—Yo le dije que lo admiraba, a pesar de todo lo malo que se dice de él. Y que ojalá existiera la reelección para elegirlo otra vez.
—¿Y Calderón qué le dijo?
—Nomás se río).
“Los Templarios se adueñaron a la mala de las huertas de limón. A unos propietarios les pagaron una porquería por sus ranchos, a otros les quitaron las escrituras y a los que se opusieron los mataron. Los que quedamos, trabajábamos nomás cuando esos hijos de su bomba madre querían. Una, dos veces a la semana, cuando mucho. Ellos controlaban el precio. Sólo ellos podían venderlo en el tianguis de Apatzingán. Lo mismo pasaba en todos los pueblos de por aquí, nomás que en vez de limón era el aguacate, el mango, la carne, la madera, la minería… hasta el chingado queso.
“Un día, a mi hijo Manolo dejaron de recibirle el limón. Manolo estaba bien triste porque no sabía de dónde iba a sacar dinero para darle de comer a su familia. Me encabroné y fui a la empacadora. ‘¿Por qué no le recibes el limón a mi hijo?”, encaré al encargado. ‘No digas nada, Hipólito; te están oyendo’, me decía y señalaba a los dos Templarios que teníamos frente a nosotros. ‘¡Si tienen muchos güevos, que vengan a callarme!’. Yo pensé que iban a brincarle, pero no, nomás se me quedaron viendo los cabrones. Para no hacerte el cuento tan largo, el encargado volvió a recibirle el limón a mi hijo. Yo creo que eso, y el coraje que me dio cuando vi a un viejo salir llorando de una huerta, porque no le habían pagado, me dieron las fuerzas para pensar lo del levantamiento.
“Con el primero que fui a platicar fue con Miguel Ángel Gutiérrez, el Kiro. Le dicen así, según porque se parece al Doctor Kiro, un pelón con lentes, enemigo del Kalimán. Al Kiro lo vi en Tepalcatepec, donde tiene su ganado. En Tepalcatepec, los Templarios estaban secuestrando, violando y extorsionando todo el santo día. Por eso el Kiro le brincó luego, luego. Él me juntó con más gente y así le fuimos haciendo hasta que un día fijamos hora y fecha para el levantamiento. Iba a ser al mismo tiempo en La Ruana y en Tepalcatepec. Durante la organización hablé con los bravos que yo conocía. ‘Si muy cabrones, entonces brínquenle’, les dije a varios de ellos. Les conté lo de las guardias comunitarias de Cherán y les hablé de las policías rurales de Guerrero. Les dije que, si no parábamos a los Templarios, íbamos a terminar muertos. Los bravos dijeron que sí, que le entraban. Eso me dio valor y ai te voy el veinticuatro de febrero a la plaza de La Ruana.
“Había mucha gente porque un chamaco anunció toda la mañana que iba a haber una reunión. Yo traía puesto un pasamontañas, traía mi pistola, y hablé por una bocina porque al del sonido lo habían amenazado y no se presentó. Tampoco los bravos fueron, pero esos no fueron por rajones. Nomás el Tribilín, un amigo que es albañil y que es bronco, me acompañó. Yo estaba bien nervioso porque no sabía hablar frente a la gente, me ponía nervioso. Orita ya no, como que ya le perdí el miedo. Pero ese día no y tuve que agarrar fuerzas y a todos los que estaba frente a mí les dije que los Templarios no nos estaban dejando trabajar, que teníamos que defender a nuestra familias, que era nuestra obligación. ‘¿Quién le brinca?’, les pregunté y que van brincando como unas doscientos cincuenta personas; puro pobre, puro cortador de limón. Agarramos valor y de ahí nos fuimos en bola a las casas de los Templarios. Llevábamos rifles y ventidoses, pero no ocupamos disparar. Los Templarios solitos se fueron. Habíamos ganado. Para esa hora, yo ya me había quitado el pasamontañas porque todos sabían que el gordito era yo”.
¿Y luego qué pasó, don Hipólito?
—Pasaron puras chingaderas —contestó y enumeró algunas cuantas:
La traición del Americano.
“Él vino aquí a pedirme ayuda porque el Chivo, el jefe de plaza de Buenavista, quería matarlo. Aquí se quedó, aquí durmió, aquí le dimos de comer. Luego nos pidió ayuda para tomar Buenavista y la tomamos. El Americano me dijo que le diera chance, que él quería ser el líder de las autodefensas de su pueblo. Yo lo dejé porque a mí nomás me interesaba cuidar La Ruana, pero al poco rato El Americano ya había volteado a la gente en mi contra. Agarró mucho poder. Él dejó que a las autodefensas entraran los Templarios. Ellos le dieron armas, camionetas, dinero. Ahí se chingó la cosa”.
El acoso del gobierno.
“A los quince días del levantamiento, el Ejército agarró a mucha de mi gente y la metió a la cárcel. Yo me sentí debilitado. Nos estaban presionando para que dejarámos las armas. Hubo un capitán que quiso desarmarme en la barricada y yo le dije que, si lo intentaba, ahí mismo nos íbamos a agarrar a balazos y se iba a armar un desmadre internacional. Así estuvieron chingue y chingue, cazándome, hasta que me arrestaron dizque por el homicidio del Pollo (Rafael Sánchez Moreno). Eso fue el martes once de marzo de dos mil catorce. Pasé dos meses cabrones en la cárcel. Me soltaron porque no tuvieron ninguna prueba de que yo haya matado al Pollo”.
—Hubo quienes dijeron que usted negoció, que traicionó al movimiento de las autodefensas —le recordé.
—A la única que he traicionado es a mi vieja y ya le perdí perdón.
Los narcos.
“Los Templarios atacaron a La Ruana el veintiocho de abril de dos mil trece. Ahí vez murió mucha gente, la prensa no sacó todo lo que pasó. Me acuerdo que ese día, aquí donde estamos sentados orita, mi hijo Manolo me pidió que dejara las armas. ‘Te van a matar, papá’, me decía. Esa vez me dio un rosario que, aquí entre nos, no sé cuál es. Lo revolví con los que la gente me regala. No sabes cuánto me arrepiento no saber si el que traigo colgado es el que me dio Manolo.
—¿Y usted qué le contestó a su hijo cuando él le decía Te van a matar?
—Le contesté que me perdonara por ser su padre, por tener esta forma de pensar, y que me perdonara, que yo iba a seguirle. Hoy quisiera regresar el tiempo para abrazarlo y decirle que sí, que voy a olvidarme de todo esto, que me perdone; él ni siquiera andaba en el levantamiento, yo lo regañaba, lo mandaba para la casa —dijo.
Entonces Hipólito el duro se soltó a llorar. Después de un rato dijo: “Ojalá que no me tope al Americano porque nos vamos a matar”.
La tarde del 16 de diciembre de 2014, Hipólito tomó la llamada de un programa de radio para avisar que habían matado a su hijo. Al conductor le dijo que Manolo estaba tirado a cincuenta metros de donde él se encontraba, que El Americano y su gente los tenían rodeados, que Alfredo Castillo, el entonces comisionado en Michoacán, sabía lo del ataque, que él protegía al cártel. “Tengo un mensaje para los mexicanos”, lloró al anunciarlo, “¡Defiéndanse!, ¡luchen!, ¡no le crean nada al gobierno!, ¡no se dejen pisotear!, ¡mueran con dignidad!”.
Nueve días después, Hipólito me estaba contando que el enfrentamiento había sido porque El Americano tenía las órdenes de matarlo. Semanas antes, Hipólito denunció algunos laboratorios del CJNG y la Gendarmería los desmanteló. “Por la radio estaban dice y dice que iban a chingarme”, me dijo Hipólito y, para comprobar sus dichos, puso algunos audios que su gente había grabado durante la última semana. “Tenían planeado todo para el dieciséis (de diciembre)”, me aseguró uno de los hombres de Hipólito. “La Policía Federal dejó la barricada poquito antes de los balazos, nomás se quedaron los de la Gendarmería”.
Hipólito, por alguna razón que supe después, dejó de platicarme sobre el enfrentamiento de una hora a otra. Fueron sus hombres quienes me contaron que medio pueblo los acompañó en la barricada, que llevaban palos y piedras para defenderse, que el ejército se había presentado a media balacera, pero solo para llevarse a los heridos del grupo del Americano, y que los gendarmes habían sido los primeros en disparar. El Americano, de hecho, tenía la misma versión. Apenas volvió a su pueblo, dijo a los medios: “Nosotros no les disparamos ni a civiles de ellos ni nada. Nosotros les disparamos directamente a las trocas de la Gendarmería, que fueron los que nos estaban tirando. Disparamos para repeler la agresión”.
El 27 de diciembre, sin embargo, Hipólito y 26 de sus compañeros terminaron por entregarse, acusados de haber provocado el enfrentamiento.
Ese día, muy de mañana, Hipólito me había llevado a sus huertas de limón. En el camino, me contó que el entonces comisionado Castillo le había pedido que ya no hablara sobre el enfrentamiento, que por eso ya no podía platicarme nada, que sólo podía declararme que creía en la buena voluntad del gobierno y ese tipo de tonterías, que lo entendiera, que podía poner en riesgo a su gente, pero ya saldría de la cárcel y hablaría.
—Cuénteme entonces del Chayo, de Nazario Moreno —le pedí mientras el aire nos pegaba en la cara a todos los que viajábamos en la parte trasera de la camioneta de Hipólito.
—El Chayo mandó a decirme con el Pollo, el que dicen que yo maté, que quería conocerme. ‘No, Rafa, yo a ese qué le voy a conocer’. ‘Dice que te da su palabra que no va a hacerte nada, nomás quiere platicar’. ‘No, Rafa, yo qué voy a platicar con ese cabrón’. A los días fue a decirme que si cuántos millones quería para dejar el movimiento. Me decía: ‘yo te los traigo’. ‘Dile a ese cabrón que yo no me le voy a unir’. En una de las últimas veces que el Pollo vino a verme, me dijo que el Chayo mandaba a decirme que qué güevos los míos.
—¿Conoce a la Tuta (Servando Gómez)?
—No, pero también me buscó. En un video mandó a decirme que él y El Americano ya pertenecían al Cártel Jalisco, que habláramos, que yo pusiera mis condiciones. Lo mandé a chingar a su madre.
* * *
Cuando Hipólito fue absuelto dos meses después, lo primero que hizo fue hablar de Castillo.
A los reporteros locales les dijo que:
“Castillo me buscó en la cárcel, quería hablar. Tengo de testigo a Alejandro Montiel, el director del Cereso. Le dije a Montiel: ‘Dígale que chingue a su madre, yo no tengo nada qué hablar con él; dígale que no lo quiero ni ver porque, si lo veo, a mis 59 años, nos ponemos unos putazos’”.
Y a una radiodifusora nacional le contó que:
“Me tiene molesto ese hombre. Quiso controlar Michoacán con pura mentira. Es un hombre que no merece ocupar ningún cargo en el gobierno porque afecta a los inocentes más que a los culpables. Mireles está preso injustamente, lo detuvieron nada más porque portaba un arma; a mí el virrey Castillo me pidió que hablara mal de Mireles, que lo hiciera pedazos en los periódicos. Le tenía mucho coraje”.
Uno sabe que está en problemas cuando el entrevistado te echa de su casa.
Conmigo, la primera vez sucedió el 26 de diciembre pasado, a medio día. Hipólito traía cara de no haber dormido en años y, aún así, estaba pegado al teléfono, platicando con su abogado, ora con el procurador de Michoacán, ora sabe con quiénes más. Hipólito le había prometido al procurador que se entregaría apenas terminara el novenario de Manolo, cosa que sucedería al día siguiente, el 27. Hablar ese día con Hipólito parecía complicado. Entonces platiqué con el Chichá. El Chichá, un rollizo cincuentón que fuma casi dos cajetillas al día, me contó que sus dos hermanos eran gente del Americano y que, si se llegaran a encontrar un día, ni modo, les tiraría a matar; que al fin y al cabo, la que les lloraba, ya había fallecido. En esas estábamos cuando una señora fue a decirle a Hipólito que el Chichá nos estaba platicando sabe qué cosas. Hipólito salió hecho una fiera, nos gritó al fotógrafo y a mí, y nos corrió. “¿Por qué vienen a sondear a mi gente?, ¿qué están buscando?”. Recuerdo haberle dicho que entendía su desconfianza (reporteros que Hipólito ha recibido en su casa han aparecido luego en videos con la Tuta). Le dije que yo también andaría paranoico si en la cabeza trajera a cuestas traiciones, la muerte de un hijo, la cárcel y muchas amenazas de muerte. Hipólito terminó disculpándose más tarde y cada vez que pudo. “Mi bronca de siempre es que me encabrono bien rápido”, se excusaba un tanto avergonzado.
La segunda vez sucedió el 18 de marzo, cuando lo volví a ver. Ese día, Hipólito ofreció una conferencia en un balneario de La Ruana para anunciar que había firmado su registro como candidato de Movimiento Ciudadano a diputado federal, por el distrito XII de Apatzingán. Dio de comer barbacoa de res y el vocero del partido mandó a traer cervezas para los reporteros. Como Hipólito nunca ha bebido, se aburrió y se marchó. Tenía jaqueca. Quería descansar. En su casa, hizo un esfuerzo para platicar conmigo y, apenas saqué la libreta, le pregunté cuál era su historia en Estados Unidos, esa historia que la prensa ha publicado y dice que estuvo preso por posesión y tráfico de drogas. “¡Qué la chingada!, ¡te estoy dando la entrevista y mira con qué mamadas sales!”, gritó bien cabreado. “Para enfrentarse a los narcos hay que tener agallas y mañas”, le dije pero también que mi trabajo era preguntar. “No, no, no, ustedes nomás vienen por el escándalo”, se quejó. “Es usted de mecha corta”, le alegué. Al final, Hipólito tomó aire, como para llenar los pulmones de aire bueno, y me dio su palabra de que algún día me contaría la historia en Estados Unidos y por qué tiene cuatro, cinco identificaciones, todas con diferentes nombres. En una se llama Enrique Peña.
Desde que es candidato, Hipólito se desplaza en una Suburban a prueba de balas. Ésa se la consiguió el partido Movimiento Ciudadano. El resto lo puso Hipólito: la pistola, el chaleco antibalas, la bocina y las ganas.
Hipólito no regala playeras ni gorras. No tiene vocero. No tiene agenda previa (dice que sus enemigos lo emboscarían si supieran dónde va a estar). No contrata grupos musicales y tampoco utiliza templetes. Él prefiere tocar casa por casa, hacer actos improvisados y decirle a la gente que, si gana una curul en San Lázaro, propondrá que las viudas y los huérfanos por la violencia reciban una especie de pensión. Su mayor proyecto, sin embargo, es la Ley Federal de Autodefensas Ciudadanas. Quiere legalizarlas.
—¿Tú cómo ves? —me preguntó Hipólito el 18 de marzo pasado, el día que anunció su registro como diputado.
—La política se lo va a tragar —le contesté.
—No tengo estudios, pero sé cuidarme.
—Allá están los lobos, don Hipólito.
—Mira: el otro día me invitaron a Morelia unos empresarios. Había políticos y estaban diciendo no sé qué tanta chingadera. Me paré y les dije que fueran a chingar a su madre, que eran unos corruptos, unos transas. Yo así voy a hacer, no me voy a dejar.
Ese día, el nombre de Hipólito Mora sonaba al autodefensa que se había vuelto político. Ayer, les dijo a los reporteros que a lo mejor la política no era lo suyo, que estaba desencantado, que lo suyo son las armas.
Con información de: Aristegui Noticias