Claudia Espinosa Almaguer
¿Qué significa en un tiempo y territorio determinado la muerte violenta de una mujer? ¿Qué tiene que pasar para llegar a ese momento? Para responder a ello, será importante saber la reacción social causada por estos hechos, así como la respuesta jurídica y política que dé un Estado, aunque, al cabo de casi tres décadas desde los feminicidios ocurridos en Ciudad Juárez sabemos que el camino de la violencia feminicida está poblado de omisiones, negligencia, corrupción y misoginia.
Precisamente, en el peritaje sobre el feminicidio sexual sistémico aportado ante la Corte Interamericana por la Dra. Julia Monárrez para el caso de Campo Algodonero, se elaboró un retrato de las circunstancias de ese momento y de la participación de los políticos que gobernaban Chihuahua. Cuando comenzaron en 1993 las denuncias por asesinatos violentos y desapariciones, las víctimas habían sido secuestradas y torturadas, agredidas sexualmente y mutiladas para luego dejar sus cuerpos expuestos en espacios públicos, elementos todos que hoy forman parte del delito de feminicidio pues esta es su raíz.
Sin embargo, la otra característica notoria de este primer estado de violencia feminicida fue que esas niñas y mujeres asesinadas fueron luego denostadas a raíz de su propia muerte, se hicieron presentes alusiones de asuntos “pasionales”, se expusieron sus fotografías en medios de comunicación, se culpó a sus familias por no haberlas educado y por querer lucrar con los asuntos.
En cuanto a la respuesta del Estado, se produjeron campañas “preventivas” que limitaban la movilidad de las jóvenes cargadas de estereotipos misóginos, ante los casos concretos de víctimas la autoridad se evadió de toda responsabilidad, minimizando el fenómeno e intentando normalizarlo como parte de una criminalidad cotidiana, “tolerable” en aras de no afectar la economía de la ciudad, lo que de acuerdo al análisis de Monárrez, incidió en que la comunidad se desligara de los crímenes, desdeñando las demandas de acceso a la justicia. Cabe decir, entre 1993 y 2010 Chihuahua estuvo dirigido por tres hombres, Francisco Barrio, Patricio Martínez y José Reyes de diverso origen partidista, pero ninguno hizo la diferencia en la política criminal del Estado, de ahí que las investigaciones deficientes son un ejemplo vergonzoso para la procuración de justicia exhibido ante el mundo.
Cuando en 2007 arribó la Ley General de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia, los feminicidios de Juárez habían trascendido a nivel internacional y configuraron el concepto de Violencia Feminicida que es:
La forma extrema de violencia de género contra las mujeres, producto de la violación de sus derechos humanos, en los ámbitos público y privado, conformada por el conjunto de conductas misóginas que pueden conllevar impunidad social y del Estado y puede culminar en homicidio y otras formas de muerte violenta de mujeres”.
Así, cuando una Alerta de Violencia de Género se decreta en un territorio lo que se declara con o sin la voluntad del gobierno en turno es que la violencia feminicida existe, es una emergencia y se debe resolver mediante acciones inteligentes, eficaces y medibles. En esa condición México tiene vigentes 25 declaratorias y una de ellas está en San Luis Potosí, su contexto lo vamos a abordar en la siguiente entrega de esta columna.
Y es que no es lo mismo tener una Alerta vigente a una que esté “activa”, ni tener una que podría llegar a resolverse, que estar en posición de tener dos, la comunidad en donde se decreta una AVG debe contar con información para tomar decisiones en tanto la situación de riesgo que develan estos mecanismos constituye un problema grave. Así que vamos a entrar a ello poniendo atención, porque no es el silencio sepulcral en torno a un fenómeno de esta categoría lo que lo resuelve, como se ve en el caso de Ciudad Juárez, eso cuesta en la integridad y la vida de las mujeres de manera permanente hasta que ocurre otro feminicidio.
A más ver.