Cuentan los registros históricos que, después de viajar más de 13 mil kilómetros, el destino de muchos migrantes de Medio Oriente que llegaban a la Patagonia no era otro que la muerte.
Forzado por terribles conflictos entre poblaciones autóctonas, el éxodo masivo de personas de esta región al punto más extremo del “Nuevo Mundo” fue una constante a comienzos del siglo XX.
Los libros suelen contar que la llegada de libaneses, turcos y sirios, entre otros, implicó un desarrollo importante en el comercio de países como Argentina y Chile.
Sin embargo, no es tan conocido que, a la par de la destacada integración, algunos sufrieron cierta repulsión que, en los peores casos, acabó con sus vidas.
La oscura historia
Una publicación en el sitio web Guioteca, del periodista uruguayo y residente en país ‘gaucho’ Walter Raymond, cuenta esta historia de barbarie, xenofobia y salvajismo.
Migrantes desaparecidos ‘de la nada’
A lo largo de la primera década del siglo XX, la preocupación de la mayoría de empresas mediorientales en la región de la Patagonia, en Chile y Argentina, era la misma: los empleados iban a trabajar y, de repente, no volvían.
Relatan algunos historiadores argentinos que la primera denuncia de un empleador que reportó subordinados desaparecidos se hizo en 1909, después de que al menos dos de ellos completaran seis meses sin dar señales de vida.
Lo más preocupante de todo fue que, desde ese momento, las denuncias no pararon de llegar.
Es más: hasta una empresa árabe llegó a reportar 105 empleados perdidos.
Aquella tendencia inexplicable despertó el temor en los habitantes y las autoridades policiales de la región.
Su angustia se transformó en una fuerte suspicacia de la que nadie se salvó.
En busca de los culpables
Después de cotejar todos los informes oficiales, se llegó a la conclusión de que los desaparecidos solían trabajar como vendedores de abarrotes que transportaban en carrozas: los recordados ‘mercachifles’ que anunciaban su llegada haciendo sonar un silbato.
Con ese dato crucial, el extraño caso fue a parar en manos del comisario José Torino, uno de los hombres más férreos de las fuerzas policiales de ese entonces.
Junto a diez de sus efectivos, Torino emprendió una búsqueda incesante por las tradicionales rutas de los comerciantes extranjeros.
En las primeras jornadas, un “No sé nada, tan solo los vi pasar”, fue la respuesta habitual.
Insistente a pesar de las negativas, Torino logró dar con una pista trascendental: después de cuatro meses de pesquisas, fue a dar con un grupo de indígenas, aparentemente mapuches, que habían cometido varios crímenes en la zona.
Esa mera peculiaridad llevó a que su ‘olfato investigativo’ se interesara de lleno en los habitantes ancestrales.
Y el tiempo le dio la razón.
“Modus operandi”
La travesía de las autoridades terminó con la aparición en escena de un joven, de no más de 16 años, cuyo nombre era Juan Aburto.
Él, seguramente intimidado ante la figura del comisario Torino, fue quien confesó que dentro de una choza cercana habían asesinado varios extranjeros en días anteriores.
Llegado al supuesto punto del crimen, los policías se encontraron con una articulada banda que estaba liderada por Antonio Cuece, alias Macagua, un hombre que vestía de mujer y que era una especie de chamán que los mapuches llamaban ‘machi’.
Junto a él fueron identificaron al menos otros 50 caníbales que veían en los comerciantes extranjeros el blanco de ataque perfecto.
Foto: El Tiempo Colombia
Según consta en los relatos, este grupo de hombres y niños antropófagos esperaba con ansias la llegada de los trabajadores foráneos. Luego los recibían con suculentas preparaciones de cordero y vino. Manjares que, a la postre, serían el mejor anzuelo para robarles sus pertenencias y, más adelante, disponer de sus cuerpos.
Se dice que desmembraban a sus víctimas con tal deseo salvaje que extraían e ingerían los corazones, el pene y los testículos con el fin de aumentar su ‘virilidad’.
El resto de partes desmembradas iban a parar a las calderas de ‘Macagua’, quien practicaba con ellos extraños rezos, remedios y hechizos.
Como era de esperarse, cuando fueron revelados sus delitos, el repudio de la población local fue inmenso. No en vano, los agentes tuvieron que pedir refuerzos para llevarlos a ser detenidos sin que sus conciudadanos los masacraran.
El castigo pintaba ejemplar. Pero, como en toda historia insólita, su final fue absurdo.
Los caníbales liberados y los policías castigados
Por poderes mágicos, presumen los cronistas, ‘Macagua’, aquel chamán líder de la banda, nunca fue capturado.
Una primera versión decía que el comisario Torino vio en ‘ella’ a una mujer desamparada y enferma que no podía ser culpable.
Relatos posteriores la ubicaban caminando sola y tranquila por el desierto.
Explicaciones más escépticas decían que las autoridades la dejaron en libertad con una nota que aseguraba que “era una buena persona y no le hacía mal a nadie”.
Más de cien años después, lo único cierto es que el comisario y sus compañeros fueron sometidos a un juicio que duró cuatro años por presuntas irregularidades y excesos en el desarrollo de la investigación. La ‘mano dura’ de Torino fue castigada por los mismos que lo homenajearon en tantas otras ocasiones.
El desenlace fue sorprendente: los policías fueron encarcelados y los caníbales liberados.
Los reportes hablan de al menos 130 víctimas del grupo caníbal. Una cifra tan espeluznante como la forma en que debieron morir.
Torino y compañía debieron pagar sin falta la condena. La historia, casi una leyenda, ha cumplido el anhelo que guardan los allegados a los fallecidos: que no se olvide.
El Universal