El Radar
Por Jesús Aguilar
“Tanto en la guerra como en el amor, se cumple el dicho de que ‘todo vale'”, como reza el conocido refrán. Sin embargo, parece que este sentimiento se extiende también al ámbito de la competencia político-electoral, a pesar de la presencia del Instituto Nacional Electoral (INE), organismo autónomo de México y su par estatal el C.E.E.P.A.C.
Encargados de las tareas críticas de regular, organizar y supervisar los procesos electorales, el INE y el CEEPACtienen el mandato de garantizar la adhesión a los principios descritos en el artículo 41 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos y la Ley General de Instituciones y Procedimientos Electorales.
Sin embargo, el principio de legalidad, que obliga a los entes políticos a apegarse a la normatividad electoral, muchas veces parece más una sugerencia que un mandato. A pesar de las disposiciones constitucionales contra la propaganda calumniosa, los partidos políticos y sus afiliados persisten en lanzar campañas de desprestigio y animadversión contra sus rivales. Las acusaciones de traición, corrupción y autoritarismo se lanzan con desenfreno, constituyendo lo que comúnmente se denomina en círculos políticos “guerra sucia”.
Hoy la explosión tecnológica de las redes sociales y la creación casi instantánea de “medios de comunicación” a través de estas nubla la vista del elector y en medio de una tormenta de información engancha con ataques disfrazados de memes y engaña con información falsa atribuible a los actores principales de las contiendas.
El concepto de “guerra sucia” hunde sus raíces en la convulsa época que abarca desde finales de los años sesenta hasta principios de los ochenta, especialmente en América Latina. Aquí, era sinónimo de las atroces violaciones de los derechos humanos perpetradas por regímenes militares dictatoriales, a menudo con el supuesto apoyo de Estados Unidos. Desde el violento golpe de Estado en Chile que derrocó al presidente Salvador Allende hasta la despiadada represión de la disidencia en Argentina bajo el general Jorge Rafael Videla, estos regímenes emplearon tácticas brutales para sofocar la oposición.
Incluso en México, la mancha de la “guerra sucia” persiste en la memoria de quienes lucharon por la democratización contra la hegemonía del Partido Revolucionario Institucional. Los activistas que abogaban por la reforma política se enfrentaron a la represión militar y política, incluida la participación de aparatos de seguridad del Estado como la Dirección Federal de Seguridad.
Estas tácticas, caracterizadas por la coerción, las desapariciones y la violencia patrocinada por el Estado, no eran sólo actos de represión, sino manifestaciones de lo que se denominó “guerra de baja intensidad”. Hoy en día, aunque los métodos hayan evolucionado, el espíritu de la “guerra sucia” sigue siendo un inquietante recordatorio de hasta dónde pueden llegar algunos para asegurarse el poder.
Hoy esperamos un proceso electoral apasionado pero limpio, el llamado a la congruencia de los que se autonombran los legítimos “salvadores” de San Luis tiene sus profundas aristas, los que pasaron del poder a la oposición también deberán demostrar que sus ancestrales mañas y mentiras sostenidas pueden ser desterradas para conectar con un mímino de la ciuadanía que aún no decide a quien votar el próximo 2 de junio.
Como colofón vale la pena resaltar la triste posición que se consumó en el Congreso Federal con la aprobación de las modificaciones a la ley de amparo, uno de los más notables juristas y legisladores potosinos de la historia reciente, Juan Ramiro Robledo, cuyo papel pasó de ser protagonista claro del tablero potosino a ser uno de los pocos porristas letrados de la 4T en San Lázaro. Ramiro tuvo el deslíz de comentar que apenas es el principio de una serie de reformas judiciales. Imagínense que ahora Robledo Ruiz apunta con sus compinches en empujar que una votación legislativa tenga el poder y el efecto de “tumbar” una sentencia de la corte.
La ley de amnistía y la ley de amparo son el principio de este enloquecido periplo por terminar con nuestras instituciones y hacer del poder presidencial el escenario perfecto de un tirano. Si alguien lo ve en la calle, pregúntele si ahora sí perdió el juicio que lo distinguió siempre. Si Ponciano Arriaga viviera, de ver a Ramiro muriera!