En la semana anterior inicié planteando algunas preguntas de la violación a raíz del caso Pelicot. Dijimos que se trataba de un hecho socialmente relevante, de un delito inserto en las distintas legislaciones de los países de occidente y una afectación grave a los derechos humanos de las víctimas, principalmente mujeres, niños y niñas en el mundo.
A fin de evaluar las consecuencias para la vida, se abordaron algunas afectaciones a la integridad personal que se producen inmediatamente después de un ataque como el riesgo de contagio de enfermedades de transmisión sexual, pero también en el mediano y largo plazo, dígase aquí los trastornos en la salud mental, la depresión o el suicidio. Esto ha sido estudiado por la OMS desde 2003, cuando comenzó el análisis de la violencia como un problema de salud pública cuyos hallazgos forman parte de instrumentos nacionales para la atención de las agresiones sexuales. Cada una de estas afectaciones se verá exacerbada cuando la violación es consuetudinaria, es decir, entre más actos más daño.
Destaca del proceso francés, la “sorpresa” de los acusados al ser reconocidos como violadores de una mujer:estaría inconsciente o muerta, no se usó la violencia física ni moral, ¿sería posible que fuesen responsables de un delito como este? Negarlo seguramente fue una estrategia jurídica de sus abogados, pero muchos habrían defendido el buen nombre que creían tener, como quien es presuntamente ciego a la monstruosidad de sus acciones.
Varios mitos prevalecen en torno a la violación en nuestras sociedades, por consiguiente, en la norma, en los procesos de atención e investigación del delito y en la impartición de justicia. En los criterios para la atención médico legal de la violencia sexual se indica la creencia de que el sexo es la motivación primaria para violar a alguien cuando en realidad las motivaciones son el abuso de poder, la ira y la dominación.
Se cree también que solo ciertos “tipos” de mujeres son agredidas, cabe aquí, el “razonamiento” que cotidianamente legitima la prostitución, es decir, un grupo de mujeres para violar impunemente a cambio de dinero a quienes los Estados no protegen so pretexto de su “libre” elección.
La realidad es que cualquier mujer puede ser víctima y ante el escarnio social que se genera por denunciar, es ínfimo el número de acusaciones falsas. Esto pasó con Gisele, Louis Bonnet, el alcalde de Mazan, el pueblo francés donde ocurrieron los hechos dijo a los medios: “Aquí la gente dice que ‘no murió nadie’. Habría sido mucho peor si (Dominique Pelicot) hubiera matado a su esposa. Pero eso no ocurrió en este caso”.
La gran mayoría de las violaciones son cometidas por personas conocidas de las víctimas y no ameritan siempre la imposición de fuerza, por ello es irresponsable hablar usando el término de “consentimiento” y no de voluntad, la parálisis ante una agresión sexual se debe al miedo inminente de ser golpeadas o asesinadas y de ello los impartidores de justicia en nuestros países no se hacen cargo, esperan por el contrario, la demostración de una calidad moral determinada que legitime la acción jurídica y además una oposición física y discursiva al momento del ataque como sucedió en el caso de la Manada, donde uno de los jueces vio en esa violación tumultuaria, un jolgorio.
Aunque los delitos sexuales han ido adaptándose a los tiempos en que se reconoce la libertad, la seguridad y el sano desarrollo psicosexual como bienes jurídicos tutelados, en un principio las sanciones penales no tenían la finalidad de proteger a la víctima. En el caso de México el Título Décimo Quinto del Código Penal Federal hacía 1929 estableció cuatro conductas: atentados al pudor, estupro, violación y rapto.
Los atentados consistían en tocamientos de tipo erótico sexual sin propósito de cópula y sólo se castigaban de haber sido consumados, para el estupro, es decir, la cópula mediante la seducción o el engaño debía probarse primero que la mujer menor de 18 años era casta y honesta en tanto su agresor podía librarse de la pena al casarse con ella y mantener a los hijos que fueren resultado del delito. La violación era desde entonces la cópula con una persona sin su voluntad y a través de la violencia o la vulnerabilidad. En cuanto al rapto, este consistía en apoderarse de una mujer para satisfacer un deseo erótico sexual o para casarse lo cual podía ser denunciado por su marido, sus padres o tutores.
Es decir, tanto en nuestra legislación como en la de otros países con quienes compartimos rasgos comunes en la construcción de la ley, la mujer no era concebida como sujeta de derechos sino como objeto de los varones de su familia y era el honor masculino (que no la integridad) lo que daba pie a la acción jurídica del Estado. Tales vestigios aún pueden hallarse en el delito actual, porque en México la violación entre cónyuges es la única agresión de esta categoría que aún se persigue por querella necesaria y no de oficio como debería.
Concluimos en la siguiente entrega.
Claudia Espinosa Almaguer