El Radar
Por Jesús Aguilar
La voz tiene poder, la gente escucha cuando hablamos; no se trata de combatir el terrorismo con la violencia, sino con las palabras.
MALALA YOUSAFZAI
Activista Paquistaní
En teoría, nunca habíamos estado tan comunicados como ahora. Tenemos teléfonos en la mano las 24 horas, plataformas para leer, mirar y opinar, y hasta la ilusión de que vivimos en una “aldea global”.
Pero cuando se mira con lupa, descubrimos un vacío enorme: en buena parte del país, incluido San Luis Potosí, la información local es un desierto. Y lo más grave es que ese vacío no ocurre por casualidad, sino porque se ha instalado un modelo de poder que prefiere el silencio a la crítica.
El estudio Desiertos de noticias locales, impulsado por la Fundación Gabo y Quinto Elemento Lab, confirma lo que los periodistas saben en carne propia: la mitad de los municipios analizados en México son desiertos o semidesiertos informativos.
En San Luis Potosí, casi cinco de cada diez municipios estudiados viven esa realidad. No hay medios fuertes, y cuando los hay, enfrentan bloqueos, presiones y hasta campañas de desprestigio organizadas desde los gobiernos.
El periodismo local está sometido a una pinza: de un lado, los convenios de publicidad oficial que condicionan la línea editorial; del otro, las amenazas, la intimidación y la violencia, que ya no provienen únicamente del crimen organizado, sino también de las propias autoridades.
La organización Artículo 19 documentó que en 2024 el 45% de las agresiones contra periodistas en México vinieron del Estado. Es decir, de quienes tendrían que garantizar nuestra libertad para informar y nuestro derecho a estar informados.
Como bien advierte la investigadora María Teresa Ronderos, de la Fundación Gabo, “un país con desiertos informativos es un país con ciudadanos ciegos ante lo que pasa a su alrededor, y esa ceguera beneficia solo a los poderosos”. El problema no es solo la ausencia de medios: es la construcción deliberada de narrativas únicas que borran la pluralidad.
En San Luis Potosí esto se ha hecho evidente. Hackeos masivos contra medios críticos, bloqueos informativos desde oficinas de comunicación social, periodistas intimidados en municipios donde se confunden los límites entre gobierno y partido. Y al mismo tiempo, la proliferación de portales sin firma, sin rostro, sostenidos con recursos públicos, que repiten el discurso oficial y atacan a cualquiera que lo cuestione.
El investigador Guillermo Cejudo, del CIDE, lo ha explicado con claridad: “la desinformación no solo se produce con noticias falsas, también con la saturación de mensajes sesgados, disfrazados de periodismo, pero que en realidad son propaganda”.
Este mecanismo digital tiene un efecto devastador: crea una falsa percepción de pluralidad y, en realidad, uniforma el discurso. Peor aún, alimenta la polarización y normaliza el insulto contra los verdaderos periodistas. Como apunta Artículo 19, la estrategia consiste en “sembrar dudas sobre la credibilidad de los medios críticos, mientras se inflan con bots y páginas falsas las voces afines al poder”. En un ambiente ya de por sí agresivo, esto termina por convertir al periodista en enemigo, no en mediador de información.
Lo que ocurre en San Luis Potosí es un microcosmos de México: gobiernos que desprecian la crítica y la sustituyen con propaganda disfrazada de periodismo. Lo que antes fueron liderazgos inspiradores, hoy se han transformado en remedos de autócratas que necesitan controlar la conversación pública para sostener su legitimidad.
Pero decir que vivimos en un estado “hipercomunicado” es una trampa: tenemos canales, pero no siempre tenemos información. Y eso es tan peligroso como la censura abierta. Como dice el académico Raúl Trejo Delarbre, especialista en comunicación política, “la censura del siglo XXI no consiste en callar voces, sino en inundarlas de ruido hasta hacerlas irrelevantes”.
El reto para el periodismo, entonces, no es solo sobrevivir a la violencia y a la precariedad laboral. Es rescatar su sentido profundo: servir a la ciudadanía, aunque incomode al poder. Y el reto para la sociedad es comprender que la libertad de prensa no es un lujo de reporteros, sino una necesidad democrática.
En medio del ruido de las redes y de la propaganda oficial, vale la pena recordar algo sencillo: sin periodismo no hay democracia, y sin democracia lo que queda es el eco de un solo discurso, repetido hasta el cansancio en el desierto.
YA SÉ QUE NO APLAUDEN, dijo el magnánimo pensador mexiquense Enrique Peña Nieto cuando entendió que ni con todo el poder de Los Pinos podía generar una ovación vacía…
Ojalá aquí aprendan, algún día.