Por Mario Candia
17/10/25
SILENCIO En los pasillos de la Universidad Autónoma de San Luis Potosí resonaron recientemente voces que exigían justicia. Estudiantes protestaron contra un profesor señalado por acoso sexual, y con ello sacaron a la luz una herida abierta en el sistema universitario mexicano: el abuso de poder disfrazado de autoridad académica. No es un caso aislado, sino un patrón que atraviesa las aulas de educación superior en todo el país, donde la impunidad sigue siendo el maestro más longevo.
OMISIÓN Las universidades mexicanas acumulan un historial que huele a omisión. En la UNAM, la UdeG, la UPAEP o la UAEM, los expedientes por acoso sexual se multiplican, pero rara vez llegan a sanciones efectivas. En Guadalajara, por ejemplo, se registraron más de 300 denuncias en un año; en muchas, los acusados siguieron impartiendo clases mientras “se resolvía” el proceso. En El Colegio de México, el movimiento #AquíTambiénPasa reveló lo que era un secreto a voces: que la academia, por más ilustrada que se presuma, no está exenta de reproducir las mismas violencias que critica en sus foros y congresos.
COMPLICIDAD El problema no es solo el agresor, sino el sistema que lo protege. La burocracia universitaria —esa maquinaria de sellos, oficios y comisiones— funciona como un escudo que diluye responsabilidades. Se investiga sin prisa, se actúa sin convicción y se calla para preservar el “prestigio institucional”. El silencio es la forma más elegante de complicidad. Las alumnas que se atreven a denunciar terminan enfrentando no solo al profesor que las acosó, sino a toda una estructura que las observa con desconfianza, las cuestiona y, muchas veces, las revictimiza.
VISIBILIZAR Visibilizar estos casos no es una moda feminista ni un gesto simbólico: es un acto político. La denuncia pública rompe con décadas de normalización del abuso y obliga a las universidades a mirarse en el espejo. Por eso son tan incómodas las marchas, los tendederos y las pintas: porque revelan lo que los rectores prefieren barrer bajo la alfombra. La universidad debería ser un santuario del pensamiento, pero cuando el miedo habita los salones, el conocimiento se vuelve rehén del poder.
DENUNCIAS Claro, también existen denuncias falsas: casos aislados usados para dañar reputaciones o chantajear profesores. Negarlo sería ingenuo, pero sobredimensionarlo es perverso. Las estadísticas lo confirman: las denuncias fabricadas son mínimas frente a las miles que nunca se presentan por temor o desconfianza. Usar esas excepciones para desacreditar a las verdaderas víctimas es otra forma de violencia institucional.
ACCIONES La solución no está en los discursos, sino en las acciones. Protocolos ágiles, acompañamiento psicológico, medidas cautelares inmediatas y sanciones ejemplares deberían ser regla, no promesa. La educación superior no puede ser refugio del acoso ni escuela de impunidad. Las universidades que callan se convierten en cómplices, y los profesores que abusan en verdugos con título. La lección es clara: un aula sin ética no enseña, contamina. Y un silencio institucional pesa más que mil denuncias.
Hasta el lunes.