Para el ganadero y el agricultor del Altiplano potosino, las consecuencias de la política arancelaria estadounidense son concretas: menores ganancias, exceso de inventario, reducción de inversión y la imposibilidad de mantener un ritmo de producción estable.
Desde que el expresidente Donald Trump reactivó medidas arancelarias y cuotas compensatorias sobre productos agrícolas mexicanos, miles de familias rurales en el norte de San Luis Potosí han resentido un impacto directo en sus ingresos. La decisión de Washington de imponer un arancel del 17% al jitomate mexicano, junto con ajustes similares a otros productos, representa la culminación de una serie de tensiones comerciales que ahora golpean al campo potosino.
En un estado que figura entre los principales exportadores nacionales de jitomate, chile y otros cultivos, las repercusiones se han sentido en municipios como Cedral, Matehuala, Villa de Arista y en parte de la Zona Media, como Rioverde. Productores y autoridades locales reconocen que los efectos se tradujeron en contratos renegociados a la baja, envíos desviados o encarecidos por la nueva carga arancelaria, además de la urgencia de buscar mercados alternativos.
Las consecuencias son palpables: márgenes de ganancia reducidos, inventarios acumulados que deprimen precios locales, disminución de inversión y cancelación de ciclos productivos. Para muchos, esto significa menos jornales, suspensión de siembras y la necesidad de cambiar cultivos hacia aquellos con menor exposición a las exportaciones.
La respuesta institucional, tanto federal como estatal, ha sido limitada. Se han anunciado esfuerzos para diversificar mercados hacia Asia y Sudamérica, además de programas de apoyo y mitigación. No obstante, cualquier plan de reconversión comercial exige tiempo, inversión logística y la adaptación de estándares fitosanitarios, lo que deja a los productores en una franja de vulnerabilidad mientras se renegocian rutas y contratos.
El impacto también alcanza a la cadena de valor: los insumos importados, fertilizantes y maquinaria —cuyos precios suben con las tensiones arancelarias— incrementan los costos de producción. Al mismo tiempo, el temor a nuevas represalias comerciales genera volatilidad y encarece el financiamiento, especialmente para medianas y pequeñas unidades productivas sin reservas de liquidez.
Estudios sobre guerras comerciales previas coinciden en que, aunque los aranceles buscan proteger sectores nacionales, los efectos colaterales suelen incluir pérdida de cuota de mercado, desplazamientos productivos y aumento del precio final al consumidor.
El golpe, sin embargo, trasciende lo económico: jornaleros con jornadas reducidas, familias que dependen de la cosecha para saldar deudas, y pequeños ganaderos que enfrentan insumos más caros y canales de venta reducidos.
Organizaciones como la Asociación Mexicana de Horticultura Protegida (AMHPAC) insisten en que el futuro del agro mexicano pasa por diversificar mercados, fortalecer la comercialización interna, impulsar financiamiento y seguros agrícolas, y agregar valor local a los productos.
Ninguna de estas medidas resuelve el problema de inmediato, pero podrían amortiguar el golpe y evitar que la tensión comercial derive en una crisis social en el Altiplano.
La política arancelaria de Estados Unidos, endurecida en 2025, marcó un punto de inflexión que obligó a productores, autoridades y comerciantes potosinos a replantear estrategias en tiempo real. La magnitud del daño —medido en empleos perdidos, ingresos familiares y sostenibilidad de las pequeñas explotaciones— dependerá de la capacidad de reacción institucional y de la apertura de nuevos mercados. Pero el saldo inmediato ya es visible: un campo en resistencia ante un nuevo ciclo de incertidumbre global.


