El Radar
Por Jesús Aguilar
X @jesusaguilarslp
Once años. Once putrefactos años desde aquella noche de 26 de septiembre de 2014 en Iguala, Guerrero, cuando 43 estudiantes de la Normal Rural Isidro Burgos –hijos de campesinos, soñadores de un México menos jodido– fueron arrancados de la vida por un engranaje criminal que apesta a colusión estatal.
No fue un “choque de trenes”, como mintió el gobierno de Enrique Peña Nieto en su ridícula “verdad histórica”. Fue un crimen de Estado: policías municipales, estatales y federales, narcos de Guerrero Unidos y, sobre todo, el Ejército mexicano, que miró para otro lado mientras incineraban sueños en el basurero de Cocula o los hundían en ríos sucios.
Peña Nieto, ese delfín de la corrupción con sonrisa de anuncio de cerveza, presidió el encubrimiento. Su fiscal, Jesús Murillo Karam, soltó el veneno de la “verdad histórica” para tapar el hedor de sus aliados en el crimen organizado y las fuerzas armadas. ¿Responsable? Él, que firmó pactos con el diablo para blindar a los suyos. Peña, cobarde y ladrón, representa la podredumbre priista que convirtió a México en un matadero: 43 vidas evaporadas y miles más en la impunidad. Su legado no es un avión presidencial robado, sino fosas comunes y madres que lloran en vano.
Pero la traición no murió con su sexenio. Llegó Andrés Manuel López Obrador en 2018, el mesías de las mañanas, prometiendo “verdad y justicia” desde su púlpito. “No hay perdón para los culpables”, tronaba en sus conferencias, mientras creaba la Comisión para la Verdad y hasta creó una fiscalía especial. ¿Y qué ha entregó? Palabras huecas, fotos falsas de “avances” y un muro de silencio castrense que ni sus aliados en Palacio Nacional se atreven a derribar.
AMLO, que se dice el auténtico elegido del pueblo, ha protegido al Ejército como si fuera su familia: rechazó la extradición de Tomás Zerón, el fugitivo que torturó confesiones falsas; ignoró las recomendaciones de la CIDH para procesar a militares implicados; y dejó que la Sedena acumule 800 folios de evidencia clasificada, como un secreto de Estado intocable. Once años después, ni un solo soldado en la cárcel por Ayotzinapa. En cambio, su gobierno ha militarizado el país más que nunca: la Guardia Nacional bajo tutela castrense, el Tren Maya en manos de uniformados, y ahora, con Claudia Sheinbaum al frente, la misma cantaleta de “insistir” en extradiciones que nunca llegan.
AMLO, hipócrita con toga de austero, ha convertido la “cuarta transformación” en un escudo para los verdugos de verde olivo.
¿Dónde está la verdad que prometió? Enterrada, como los 43, bajo capas de retórica populista y pactos inconfesables.
Y ayer, 25 de septiembre de 2025, a horas del undécimo aniversario del infierno, la rabia estalló en el Campo Militar 1-A, en los límites de la CDMX y Naucalpan.
No fue una marcha pacífica de flores y carteles. Fue un grito de furia visceral: normalistas de Ayotzinapa, padres y madres destrozados, junto a estudiantes encapuchados de otras escuelas normales, llegaron en caravana de 26 autobuses. Tras un mitin donde exigieron esos 800 folios que la Sedena esconde como un cadáver, el infierno se desató. Un grupo de encapuchados, hartos de promesas rotas, robó un camión de carga y lo estrelló tres veces contra la Puerta 1, derribándola como un símbolo de todo lo que el Ejército ha aplastado. Luego, bombas molotov volaron: el vehículo ardió en llamas, cargado de latas de refresco y cajas que alimentaron el fuego, mientras petardos estallaban contra las paredes verdes olivo.
Pintas furiosas cubrieron el muro: “Ayotzinapa vive”, “Hasta encontrarlos”, y dardos directos a Peña, a AMLO, a los generales que miran desde sus torres.
El humo negro se elevó como un puño, chorros de agua militar intentaron apagar el incendio, pero nada borra la humillación: el Ejército, ese monolito intocable, expuesto en su propia puerta, vulnerable ante la ira de los que perdieron todo.
Esta violencia no es anarquía; es el eco de una justicia negada. Once años de marchas ignoradas, de informes independientes (como el de la GIEI) pisoteados, de familias que duermen en el lodo de la esperanza falsa. Hoy, el camión en llamas es el reclamo histórico: contra Peña, el arquitecto del horror; contra AMLO, el traidor que juró venganza y entregó excusas. Mañana, en el aniversario, la marcha a Palacio Nacional será un río de furia contenida, pero ¿quién escuchará? ¿Sheinbaum, con su “insistencia” tibia? ¿El Ejército, que entierra pruebas como cuerpos? Ayotzinapa no es un recuerdo; es una herida abierta que sangra en cada mexicano decente. Peña y AMLO, ríndanse: la verdad no espera eternamente. Y si el fuego de hoy no los quema, el de mañana los consumirá a todos. Porque los 43 no están muertos: viven en cada explosión, en cada puerta derribada, exigiendo lo que les robaron, la vida.