Si algún peso cargará Felipe Calderón de su paso por la Presidencia de México, ese será el de los desaparecidos de su fallida guerra contra el crimen organizado.
Y no es una falacia hablar de “su” guerra. Él mismo se la patentó cuando sus comunicadores repetían hasta el cansancio en los spots de radio y televisión aquello de “la guerra que libra el presidente de la República…”.
Las cifras reales del flagelo calderonista no las conocemos aún. Se habla de 70 mil muertos. Se mencionan entre 20 mil y 25 mil desaparecidos. En dos meses prometen las definitivas.
Desconocemos si entre los muertos se incluyen los desaparecidos. Es lo de menos. Hay 25 mil madres, padres, esposas o hijos que desconocen hoy el paradero de alguno de sus seres queridos.
Vivir el horror de no saber si un hijo, un padre, una madre o un amigo vive o murió, dónde se encuentra, si está vivo, o dónde está sepultado, si es que lo está, es la más dolorosa de las incertidumbres.
Cuando se habla en México de desaparecidos, no pueden dejar de evocarse las memorias de aquella guerra sucia de los 70s. La que se desató a partir Tlatelolco con Gustavo Díaz Ordaz y que se recrudeció en los 70s con Luis Echeverría.
Los desaparecidos del 68 se contabilizaron por cientos, no por miles. Y aquella bandera fue enarbolada y materializada por una madre, Rosario Ibarra de Piedra, quien hizo de la lucha por recuperar a su hijo desaparecido una cruzada social y política.
Los 20 mil o 25 mil desaparecidos en el sexenio de Calderón ni siquiera son de los llamados perseguidos políticos. Simplemente desaparecieron en medio de una supuesta confusión.
O los tomaron por narcos o por apoyo de narcos, o los levantaron en la confusión de una refriega que se le salió de control a un gobierno urgido de justificar lo injustificable: su incompetencia.
Y es así como las denuncias contra Fernando Gutiérrez Barrios o Miguel Nassar Haro palidecen frente a las prácticas de un Genaro García Luna, quien hizo de la impunidad su mejor arma genocida.
Por eso es justo reconocer que el gobierno de Enrique Peña Nieto no le rehuye al espinoso tema y promete hacerle frente a lo que sin duda será la mayor lucha de reivindicación de derechos humanos del sexenio.
Si Luis Echeverría fue en su momento sentenciado por el genocidio del 68 –aunque más tarde le concedieran un cuestionado amparo–, Felipe Calderón tiene que responder no solo por sus muertos, sino por el dolor humano que aún causan sus miles de desaparecidos.
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