En La Becerrera y La Yerbabuena —las dos poblaciones evacuadas por la intensa actividad del volcán de Colima— el fin del mundo parece tener fecha y el sábado pasado ocurrió un aviso: “Como a la una y media comenzó a llover ceniza y piedras, luego luego se puso oscuro ro, se prendieron las luminarias y no veías a un metro de distancia; así tuvimos que bajarnos por el camino, que está lleno de hoyos y con el peligro de irte al vacío”, señala Rafael Madrid, quien desde ese día permanece, con toda su familia, en el albergue temporal instalado en la escuela Vasco de Quiroga, en Comala.
A 24 kilómetros de ahí, en las dos comunidades ya sólo están los soldados desplegados por la Secretaría de la Defensa Nacional para implementar el plan DN-III, los animales en los potreros y 14 personas que no han querido abandonar sus casas.
Según el director de Protección Civil de Comala, José Manuel Gutiérrez Plazola, quienes no han evacuado se encierran en sus casas cuando llegan las brigadas con alimento para los animales y no quieren hablar: “Son personas que creen que no va a pasar nada, tienen otra forma de pensar, algunos incluso tienen amparos para no ser evacuados y lo único que podemos hacer es estar atentos”.
Rafael es uno de los que —hasta antes de este sábado— pensaba que nunca pasaría nada porque toda su vida la ha pasado ahí, a 8 kilómetros del cráter del volcán, porque en incontables ocasiones lo ha visto lanzar ceniza y “bañarse de lumbre”; está tan acostumbrado a escucharlo estallar que en ocasiones confunde sus rugidos con los truenos que anteceden la lluvia.
El viernes por la noche, casi todo el pueblo estaba en una fiesta en la cancha techada de la escuela, los brigadistas de Protección Civil se acababan de retirar tras dar una platica informativa sobre la situación del volcán; de pronto, éste tronó.
“Creímos que venía la lluvia, hasta se iluminó el cielo, luego volvió a tronar y luego empezó la lluvia, pero de ceniza; olía como a perro remojado, luego supimos que era azufre”, explica Hilda Guajardo, la esposa de Rafael.
Esa noche el personal de Protección Civil regresó a La Becerrera y a La Yerbabuena (separadas por escasos 3 kilómetros) para evacuar a la gente, pero muchos permanecieron ahí, creyeron que, como en otras ocasiones, el coloso dejaría de “pelear”.
“Yo era de los que creía que no pasaría nada y que dejaría de caer la ceniza, y sí, al rato se calmó, pero el sábado se puso feo, tronó muy fuerte y el volcán comenzó a hacer un ruido que todavía no se calla, brrrrr-brrrrr-brrrrr, como si fuera una creciente de río”, recuerda Rafael.
Hilda sabe que la ceniza cuando llueve, se mete por todas partes y raspa la garganta, pero la del sábado era distinta y quemaba la piel.
“A mi me agarró trabajando en la huerta, estaba con un compañero y nos dejamos de ver, sabíamos que ahí estábamos porque nos oíamos, y le dije: ‘hay que buscarnos y nos agarramos de la mano hasta salirnos’; llegamos al camino, eran como cinco centímetros de ceniza en el suelo, no se veía nada y caminamos como media hora hasta llegar a mi casa”, relata Juan Fajardo, un hombre de 75 años, que no guarda en la memoria ninguna “erupción” como la que ocurrió este fin de semana.
Mientras los más jóvenes juegan voleibol, los más viejos rememoran las historias contadas por sus padres sobre la explosión de 1913: Concepción Gudiño llegó al albergue con sus seis hijos y 18 nietos, recuerda que uno de los tres ríos que pasan por La Becerrera se llama Lumbre porque, según los relatos que escuchó de niña, tras la explosión de hace 102 años, por ahí bajó la lava espesa y gris del volcán.
“Dicen que se quemaron muchas vacas esa vez; el sábado yo hasta lloré porque creí que ya era el fin del mundo”, indica la mujer.
En este albergue, 136 personas de La Becerrera viven sin saber hasta cuándo estarán aquí, todos los de La Yerbabuena se han ido —según Protección Civil, con familiares o amigos, según los de La Becerrera, a las casas que hace aproximadamente 10 años les dio el gobierno cuando intentó reubicarlos—; por ahora están bien, pero les preocupa el regreso a su comunidad, no saben lo que encontraran y sí tendrán que empezar de nuevo.
Rafael lo explica así: “Las casas se están llenando de ceniza y aunque les llevamos de comer a los animales no sabemos si sobrevivirán, la milpa la sembramos hace 15 días y lo más seguro es que la ceniza la queme; si alguien nos quiere ayudar, sería bueno que sepan que cuando volvamos es cuando lo necesitaremos, porque a lo mejor no tendremos nada”.
Con información de: Universal