1. Desde que encallamos en el milenio de las telecomunicaciones, donde lacustomización de la imagen personal es nuestro pan de cada día, cualquiera intenta explicarse públicamente con el retrato de comportamientos abusivos, enrarecidos o delirantes que lo presentan como alguien singular o digno de atención a ojos de los demás. Recuerdo la oleada de fotografías sobre laceraciones en los antebrazos que se puso de moda cuando cursaba el instituto. Por no citar los álbumes antológicos de fricadas que asolan el facebook una tarde post-fiesta. Es lo mejor y lo peor de las redes sociales: la libertad de manipular nuestra imagen pública en función de nuestros deseos. Es decir, la oportunidad de promocionar un alter-ego y procurar que sus analogías con la persona real -nosotros mismos, día a día- sean de lo más verosímiles. Si damos en el clavo, quizá los internautas despabilados se imaginen un aura ligeramente púrpura -que era el color con que los romanos mencionaban la excelencia- nimbando nuestra foto y nos reconozcan por ese concepto (fiestero, atormentado, intrigante, erudito…) al que quisimos reducirnos en imagen. Los internautas espabilados tendrán claro que a un perfil virtual se le debe sumar una cara oscura donde caben todas las disparidades posibles entre un usuario y su alter-ego, es decir, todo aquello por lo que jamás querría ser públicamente reconocido, sus miedos, sus vergüenzas, sus niñerías, en fin, su vida secreta.
Así nada tiene lugar como cosa excepcional en un contexto del tipo. La mayoría espabilada de mi generación acoge la opinión de que las rebuscadas muestras de excepcionalidad vía internet sólo suponen un comportamiento presuntuoso e infantil de alguien muy “girao”, en realidad insípido y, por supuesto, falso, que quiere captar la atención a toda costa o granjearse una fama inmerecida. Está visto que, tal y como nos demuestra el facebook, si se cuela un mito en nuestras vidas cotidianas, de a poco lo tomamos por un esperpento. (Después de todo, ¿quien está dispuesto a mitificar a su vecino? El recelo nos aporta la perspicacia suficiente para descreer de todo cuanto diga que lo eleve por encima de nosotros y buscarle las dobleces, que es, a fin de cuentas, lo que estoy haciendo ahora.)
2. Nuestra fe en lo excepcional se preserva en la literatura, ese lugar donde lo cotidiano se vuelve una minucia y nada es lo que parece. Por eso desatiendo a los milenaristas que proclaman la muerte de la poesía o el género novelesco y culpan del regicidio a las nuevas tecnologías: en mi opinión, es hoy cuando nos hallamos hambrientos de la potencialidad elemental de la ficción, que es la de sacarnos la cabeza del hoyo y proyectar un horizonte superior al cotidiano.
¿Quién pone en duda la persecución de Moby Dick por parte del capitán Ahabo que una magdalena hiciera a Marcel viajar en el tiempo o que Ulises Lima y Arturo Belano huyeran en un Impala por las carreteras de México al encuentro de la madre de los real visceralistas, la poeta Cesárea Tinajero? Nadie. Cuando leemos un libro, sabemos que sus personajes no tienen nada que ver con entidades de carne y hueso, porque no hay papel y tinta suficientes con que registrarla en todos sus aspectos. Y en virtud de esa misma carencia, tenemos sus comportamientos por auténticos dentro del terreno que les corresponde, el de la ficción, donde los hombres se muestran de manera selecta, absolutamente escogida, con el fin de recrearse estéticamente para enriquecimiento de nosotros, los lectores. (Sin embargo, cada vez que alguien da muestras de excepcionalidad en el plano de la realidad cotidiana y se peralta con un vídeo o un fotografía como cosa rara…)
La pasión por literaturizar nuestras vidas cuando las hacemos públicas, sobre todo ahora que disponemos de tantas herramientas virtuales para el tema, sólo demuestra la vigencia del trauma quijotesco: la vida cotidiana nos parece un tacho de basuras y, en consecuencia, quisiéramos alterar sus condiciones de posibilidad, barajarnos con los dobles de Amadís de Gaula, El joven Werther o Bukowski, y vivir una quest con la connivencia del ojo ajeno. Pero a la vez nuestra pasión por literaturizar virtualmente la vida nos presenta el mejor, el único de los reconstituyentes para este mal, que es la voracidad lectora, siempre y cuando la consideremos en su justa medida y potenciemos una de sus mejores funciones, la de gestionar un espacio de ficción donde lo excepcional es verosímil. “Fiction is fiction”, que diría Nabokov. Ahí, vivir una quest, sí es posible. Vivir la quest rimbaudiana, que es la de ser otro. Otro que, sin duda, es una esquirla de nosotros mismos, pero aumentada con una lente multifocal y afectada por distintas aleaciones narrativas. Otro, que es como decir: lo desconocido. El corazón de las tinieblas.
Quizá la literatura se difunda por otras vías y la novela sufra un proceso de remodelación, no lo sé; pero de algo estoy seguro, y es que si nosotros, los hombres, mostramos los mismos traumas que hace cinco siglos, la buena, la única, la gran literatura todavía contendrá los mismos ingredientes, será tan necesitada como de costumbre lo ha sido y ocupará el mismo fin: acercarnos y alejarnos a un mismo tiempo de la locura de creer en lo excepcional, que no tiene nada que ver ni conmigo ni con ustedes.
En cuanto al facebook: ¿a quién le importa? Antes fue el messenger. Qué vulgaridad.
Del Facebook y la literatura: tu vida es basura, entonces, lees. La fe en lo excepcional se preserva en los libros]]>