En agosto de este año, a propósito de una capacitación para prevenir y atender la violencia sexual, mi audiencia y yo nos hallamos ante un reto de cierta complejidad: ¿Cómo comprendernos mutuamente y abordar un tema multifocal como este? Siendo un grupo cuyo rasgo primordial era compartir una creencia religiosa frente a una feminista atea, es que el sólo hecho de estar allí, juntos, ya indicaba la dimensión que tiene este problema además enfocado en la infancia y adolescencia como víctimas potenciales.
Abrir consistió en la experiencia común de haber sido niños y niñas, íntegros, inocentes, vulnerables. Allí, asimilamos nuestras primeras ideas del mundo porque otros nos enseñan y gracias al cuidado de esa indemnidad con la que nacemos vamos construyendo vínculos sociales o familiares, pero siempre preservando una parte íntima y esencial a partir de la cual se crea la esfera psicosexual.
En ese momento la edad y la dependencia con figuras adultas es esencialmente la vulnerabilidad que nos hace proclives a ser víctimas agresiones como el abuso sexual o la violación. Por favor no nos engañemos creyendo que el agresor está enfermo, o que hay que castrarlo de alguna manera para evitar una pulsión insoportable, la inmensa mayoría de los abusadores son oportunistas conscientes y constantes, saben que con un crío no es necesaria la aplicación de fuerza física sino de mera manipulación, por lo tanto, los favores, las amenazas, la sobrevivencia, la culpa, se utilizan reiteradamente en agresiones que se tornan crónicas.
Si todos los tipos de violencia, verbal, psicológica, o la negligencia contra niños y niñas se produce se forma intencional, la violencia sexual, definida por la Organización Mundial de la Salud como: “Cualquier acto dirigido contra la sexualidad de una persona mediante coacción por otra, independientemente de la relación con la víctima y en todos los ámbitos”; con mayor razón, y es uno de los atentados más graves y perdurables.
Cualquier adulto puede comprender esto a través de la exposición de los estudios que desde el año 2003 se han elaborado para demostrar hasta donde alcanza dicha afectación: las niñas y niños que han sido abusados tienen mayor riesgo de muerte prematura debido a enfermedades coronarias, accidentes cerebrovasculares, el cáncer y el VIH/sida que están estrechamente vinculados con experiencias de violencia a través del tabaquismo, el consumo indebido de alcohol y drogas, la adopción de comportamientos sexuales de alto riesgo y tendencias suicidas.
Pensar en una rehabilitación requiere del reconocimiento del entorno de la agresión misma, del acompañamiento psicológico y/o psiquiátrico de largo plazo que reconstruyan la deformidad causada por los violadores de menores sobre la autoimagen de las víctimas y la concepción que tendrán en el futuro de la esfera sexual de su propia vida adulta.
Ambas cosas implican el soporte proveído por sistemas de salud y de justicia fuertes, así como familias y comunidades que no sean permisivas con las agresiones sexuales.
En cuánto a las cifras, el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI) reportó en su Encuesta sobre la Dinámica de los Hogares de 2021, que de las mujeres de 15 años y más un 12.6% manifestó haber experimentado violencia sexual en la infancia por parte de personas conocidas y familiares, ello consistió desde haber sido forzadas a recibir tocamientos, tocar a sus agresores, violaciones, exposición a pornografía o realización de otros actos sexuales.
Ahora bien, dentro de diversos documentos para dirigir una atención especializada, se reconoce que ciertas poblaciones de niños y niñas corren más peligro: la infancia migrante, la que está bajo la tutela del Estado por conflictos jurídicos propios o de sus padres, lo que viven en las prisiones, en contextos de conflicto armado, quienes viven con discapacidad, en situación de calle o que ya fueron víctimas anteriormente de este tipo de delitos.
Todo ello coadyuva para la necesaria argumentación legal de los asuntos, siendo que cuando un niño o niña es violentado sexualmente además del daño directo se genera otro, la lesión a la norma que lo prohíbe, vivimos dentro de comunidades donde el respeto al Derecho debe prevalecer porque es el modo civilizado que se construye para resolver las diferencias y se evitan las venganzas entre los particulares. Es decir, lo ideal es que no hubiera impunidad y que el acceso a la justicia tratándose de estos crímenes se produjera de manera uniforme.
Sin embargo, en las mediciones de años recientes al respecto por organizaciones de la sociedad civil que vigilan la efectividad del sistema penal en el país se indica que apenas un 9% de los delitos sexuales denunciados logran resolverse además de que escaso número de víctimas consiguen por parte de los poderes judiciales sentencias condenatorias por lo tanto más del 90% de la incidencia queda sin castigo.
Dimensionar las variables del por qué sucede esto en México conduce a profundizar acerca de las condiciones con las que trabajan las fiscalías, la preparación de sus agentes, el estado de sus servicios periciales y de investigación policial, así como la carga de trabajo que sostienen.
Pero aún con todas las condiciones a disposición incluida la plena conciencia del peso real que tiene el bien jurídico tutelado en estos crímenes para evitar poner el garantismo de pretexto sigue siendo indispensable contar con otras herramientas, por ejemplo, compaginar un registro de agresores sexuales dentro de cada entidad federativa siendo que es inviable apostar a ciegas por una reinserción social que nuestro país ha sido incapaz de proveer, en tanto eso no suceda usted tiene derecho a saber quien vive al lado suyo.
¿Qué respuestas hay para nosotros? Para la ciudadanía preocupada por proteger a los más vulnerables como son nuestros niños y niñas. Prevenir, vigilar, canalizar, unirse en esfuerzos para que los crímenes sexuales sucedan lo menos posible.
Si algo nos unió en el taller del que le hablo, fue la convicción de transformar las cosas y decidir ser parte de la moral común que significa obrar en relación con el bien o el mal en función de la vida individual y colectiva. Hacer, porque ningún niño o niña se quede solo.
Claudia Espinosa Almaguer