El Radar
Por Jesús Aguilar
México parece estar atravesando una fase crítica en su evolución política, marcada por decisiones que amenazan con desmantelar los cimientos de la democracia y el estado de derecho. Hubo un momento en que parecía posible consolidar un sistema democrático sólido, uno basado en pesos y contrapesos que resguardara los derechos de todos. Sin embargo, esa oportunidad histórica se ha perdido debido a una serie de medidas impulsadas por el actual gobierno, encabezado por Claudia Sheinbaum, que sugieren una tendencia hacia la concentración del poder y el autoritarismo.
El proyecto político de Morena, en sus inicios, prometía ser un modelo alternativo, más incluyente, menos corrupto y enraizado en los principios de justicia social. Se presentaba como una fuerza emergente que venía a corregir los males históricos del sistema político mexicano, caracterizado por el abuso de poder y el autoritarismo. Sin embargo, lo que debía ser un paso hacia la democratización ha comenzado a transformarse en una peligrosa involución.
El gobierno de Sheinbaum ha comenzado a replicar muchas de las prácticas que, en teoría, había prometido combatir. El discurso original de una “cuarta transformación” que acabaría con el viejo régimen corrupto y monolítico ha quedado vacante ante la realidad de un sistema que cada vez se parece más a lo que juró erradicar: un estado autoritario que concentra el poder, rechaza el diálogo y criminaliza la disidencia.
La gran paradoja de los regímenes emergentes es que, al alcanzar el poder, corren el riesgo de reproducir las mismas dinámicas de control y represión que criticaban. El gobierno actual parece haber caído en esta trampa, construyendo un aparato monolítico que cierra los caminos a la diversidad de opiniones y que mina las instituciones democráticas desde dentro. Es un ciclo de contradicción: lo que nació para democratizar, termina por consolidar un estado autoritario.
Uno de los puntos más alarmantes que expone el texto es el ataque frontal al Poder Judicial. Se señala que el Senado, bajo la influencia de Morena, ha impulsado reformas judiciales que no solo son incoherentes y contradictorias, sino que buscan debilitar la independencia de los jueces y someterlos al control del poder ejecutivo. Esto viola un principio esencial de las democracias modernas: la separación de poderes. Los jueces, históricamente, no se deben al pueblo, sino a la ley. Y es este principio el que garantiza la imparcialidad en la administración de justicia, protegiendo los derechos de todos los ciudadanos sin importar sus ideologías o filiaciones políticas.
El intento de impedir que los ciudadanos puedan ampararse contra actos arbitrarios del gobierno es un golpe más al estado de derecho. Esto no solo erosiona el control legal sobre el poder, sino que también pone en riesgo la estabilidad de la nación. Como lo menciona el texto, aprobar leyes que obstaculizan la revisión de reformas arbitrarias es un paso hacia el autoritarismo.
Una de las falacias más peligrosas que se menciona es la afirmación de que los mexicanos votaron por el desmantelamiento del Poder Judicial. En realidad, no hubo tal consulta ni votación, y la actual sobrerrepresentación de Morena en el Congreso es producto de interpretaciones dudosas de la ley electoral. El texto denuncia cómo se manipula la narrativa para justificar medidas que no tienen respaldo popular. Se engaña al pueblo haciéndole creer que la desaparición del poder judicial es un mandato legítimo cuando, en realidad, se trata de una imposición de un grupo político mayoritario.
La mayor amenaza que enfrenta este proyecto político emergente es la pérdida de credibilidad. La promesa inicial de instaurar un gobierno más democrático, transparente y equitativo ha comenzado a disolverse, y lo que queda es un sistema cada vez más centralizado y represivo. Cuando los gobiernos emergentes, que en principio representan la esperanza de cambio, caen en las mismas prácticas que criticaban, el daño es mucho mayor. El desengaño no solo se refleja en la desilusión de los votantes, sino también en la legitimidad misma del sistema político.
A medida que el gobierno de Sheinbaum consolida un estado autoritario y monolítico, se socavan los principios que sustentan la confianza de los ciudadanos en las instituciones. Esta erosión de la credibilidad es peligrosa, ya que deja al sistema político vulnerable ante la desafección y el escepticismo ciudadano. Los votantes que una vez depositaron su esperanza en este proyecto pueden ahora verlo como otro capítulo más en la historia de gobiernos que, una vez en el poder, priorizan sus propios intereses sobre los del pueblo.
El avance de estas reformas y la actitud intolerante del gobierno hacia las críticas parecen indicar un giro hacia un régimen monopartidista. La incapacidad o falta de voluntad de la administración de Sheinbaum para entablar un diálogo real con sus críticos —sean jueces, académicos o legisladores de la oposición— es un mal presagio para la democracia mexicana. En lugar de debatir en los órganos dispuestos por la ley, se impone un discurso maniqueo que divide a los ciudadanos en “a favor” o “en contra” del gobierno, simplificando peligrosamente la realidad política del país.
En menos de un mes de mandato, Sheinbaum ya se ha enfrentado a numerosos sectores que no comparten su visión, lo que refuerza la percepción de que estamos ante un gobierno que busca cerrar filas y aplastar toda disidencia. Esta intolerancia hacia el debate y la diversidad de opiniones es un síntoma claro de una democracia en retroceso.
México se enfrenta a una encrucijada. Las decisiones que se tomen en los próximos meses definirán si el país sigue por el camino de una democracia plural o si sucumbe ante un régimen autoritario. La creciente influencia del ejecutivo sobre los demás poderes del Estado, el ataque al Poder Judicial y la falta de diálogo son señales alarmantes de que la democracia mexicana está en peligro. Aún más preocupante es que el sistema emergente, que prometía ser la solución, está cayendo en las mismas prácticas que juró combatir. El riesgo de convertirse en un estado monolítico y controlador no es una simple advertencia fatalista, sino una realidad que ya se está materializando.