Así versa el final del primer poema que Fátima leyó en su vida. Aquel que habla de una princesa que vio una estrella y se la quiso quedar. Los libros eran uno de sus pasatiempos preferidos. A sus 12 años les prometió a sus papás que sería doctora y así los curaría de todas las enfermedades. A simple vista parecía una adolescente, pues medía 1.67 y era más robusta que la mayoría de sus amigas, pero sus ojos tenían la inocencia de una niña.
Fátima vivía en una comunidad de 300 habitantes en la parte alta de la carretera de Naucalpan-Toluca, ubicada en el Estado de México. A pesar de estar en uno de los estados más peligrosos para las mujeres mexicanas, parecía que este pequeño poblado se mantenía alejado de la violencia que lo rodeaba. En sus calles todos se conocían. Algunos incluso desde niños. La mañana del 05 de febrero de 2015, la pequeña de 12 años se fue a la secundaria. El día parecía normal.
A las 2:15 de la tarde, hora en la que generalmente regresaba, nadie pudo ir por ella a la parada del autobús. Fátima solo tenía que caminar un llano enmarcado por casas que conocía desde niña. No había preocupación, el camino era de apenas 20 minutos. Pasó más de una hora y Lorena, su mamá, sintió una punzada que sólo una madre puede entender. Algo le decía que su hija no estaba bien. En el pequeño camino que Fátima tenía que recorrer, tres de sus vecinos la interceptaron. Le faltaron 12 metros para estar a salvo.
La voz de Lorena es pausada. En cada palabra se escucha el dolor permanente al recordar la forma en la que le arrebataron a su pequeña compañera. “La luz de su casa” se apagó sin que se lo esperara y sin que pudiera hacer algo para evitarlo. Su mente rememora y la última vez que escuchó la voz de su hija fue cuando la menor entró a su cuarto esa mañana y le dijo que tenía que irse a la escuela o se le haría tarde. Ocho horas después ya no volvió.
A las 3:40 de la tarde comenzó la pesadilla. Fátima no regresó de la escuela. Nadie entendió la desesperación de Lorena cuando salió a buscarla. Bajó corriendo un llano de aproximadamente 300 metros; en el trayecto sus ojos intentaban enfocar a su hija. No había nada. Ella se fue por el camino principal, mientras que su hijo Daniel, de entonces 11 años, corría por otra de las calles preguntando por su hermana. Cuando Lorena llegó al primer punto del camino se detuvo para observar una pequeña casa que era la última al bajar y la primera al subir. Ahí tenían que haberla visto.
Desde la entrada logró ver a un joven de 17 años, a quien ella conocía desde niño, y que vivía con su hermano mayor. Le preguntó por la menor y el negó haberla visto. Fue a buscar a una compañera de Fátima y cuando le confirmó que regresaron juntas y que esa pequeña casa al inicio del camino fue el último punto en el que se separaron, su corazón comenzó a acelerarse y a presentir lo peor.
Ambas volvieron y ahí estaban ambos hermanos. Luis “N” y el menor sostenían su versión: ninguno había visto a Fátima. Pero su compañera los enfrentó y aseguró que ellos y otro hombre las vieron e incluso les comenzaron a chiflar. Todo comenzó a tornarse obscuro en la mente de Lorena. Ya no era solo un presentimiento; alguien había lastimado a su hija.
La voz se comenzó a correr: “se robaron a Fátima”. Las campanas de la iglesia repicaron. Todos los vecinos salieron a buscarla. En los matorrales, en un río cercano, en las alcantarillas. Su nombre resonaba en las calles. Lorena recorrió los mismos pasos que su hija y ahí, a escasos metros de la casa en la que preguntó por ella, encontró la sudadera que llevaba puesta. En el frente tenía una mancha de sangre. Entre el pasto estaba el poco dinero que tenía y un cuchillo ensangrentado.
Regresaron otra vez a la casa de los dos hermanos. Un tercer hombre salió corriendo por la puerta trasera y huyó hacia el bosque. El joven de 17 años intentó hacer lo mismo, Lorena se interpuso en su camino, pero su fuerza era mayor y la empujó hacia atrás. En sus manos llevaba la mochila de Fátima.
Lorena corrió tras ellos, pero los perdió de vista. Mientras recuperaba el aliento, la comunidad entera rodeaba la casa para que no saliera el único hombre que estaba adentro y que amenazaba con que nadie pasara. Los gritos no la detuvieron; entró sosteniendo su última esperanza: que tuvieran retenida ahí a Fátima. Recorrió cada habitación y nada. Llegó a la parte de atrás y encontró una imagen que le decía todo. La ropa de los tres hombres en un charco de lodo y sangre.
La búsqueda siguió. Los pobladores se dividieron. Una parte se quedó en la casa, otros fueron en búsqueda de los que huyeron y la familia siguió buscando a Fátima. A las 5:30 de la tarde encontraron rastros de sangre en una zanja. Era un hoyo en la tierra que media alrededor de 1.20 metros de profundidad. Lorena brincó sin pensarlo y solo alcanzó a ver la pequeña mano y el tenis de su niña. La sangre coagulada era como un punto que marcaba el lugar en el que la habían asesinado. Las fuerzas se le terminaron.
El tiempo empezó a correr sin que Lorena sintiera su paso. Su mente estaba bloqueada y con lo poco que le quedaba llegó hasta la orilla de la carretera. La noche empezó a cubrir cada kilómetro del poblado. A sus espaldas se desataba el mismo infierno. “A mi hija estos cobardes, misóginos, la destrozaron”, clama Lorena con el dolor y rabia en su voz.
Llegó la primera ambulancia de Naucalpan y les confirmó que Fátima estaba muerta. Después vio una a una a las patrullas. Los vecinos lograron capturar a los tres hombres y el coraje irradiaba de cada uno de los pobladores. Los tres quedaron en manos de la comunidad, pero Lorena les perdonó la vida y se los entregó a las autoridades. Al día de hoy se arrepiente.
En una hora, Fátima sufrió un dolor indescriptible. Su cuerpo era la prueba del odio y la misoginia. Le hicieron una cortada de 10 centímetros en la mejilla, en el cuello, le fracturaron la clavícula, los tobillos, las muñecas, le abrieron las entrepiernas 10 centímetros cada una, le hicieron una herida de 30 centímetros en el pecho, la apuñalaron 90 veces, le sacaron un ojo, le tiraron todos los dientes, la violaron vaginal y analmente y como ella seguía luchando le tiraron tres piedras en la cabeza, una de 36 kilos y dos de 32. En palabras de su madre, “la trataron como basura”.
Casi cuatro años después la justicia no llega. Uno de los presuntos responsables está en proceso; otro tiene una condena de 73 años y el que era menor de edad saldrá libre en el 2020 porque no puede estar más de cinco años en el tutelar por la edad que tenía cuando cometió el feminicidio. Mientras tanto, la familia Quintana quedó rota. Todos se convirtieron en desplazados; las amenazas en su contra los hicieron salir de su hogar y actualmente están pidiendo asilo fuera del país. “Jamás vamos a ser los mismos, lo vamos a intentar porque tenemos derecho a volver a empezar, pero somos desplazados, porque a nosotros nos balacean nuestra casa y nos amenazan de muerte dentro de las salas de audiencia”, cuenta Lorena.
Dos cambios de casa, pérdidas de trabajos, de escuelas, de oportunidades y del “sol de su casa” no los ha hecho renunciar a la búsqueda de justicia para Fátima, pues saben que miles de familias en México comparten su dolor y conseguirlo es un pequeño paso para que la paz también les llegue a ellos.
Con información de: El Universal