Mario usa un arete grande que brilla con el resplandor del sol. “Es de fayuca pero da el gatazo”, dice. A los 16 años ya tiene una experiencia de 5 años vendiendo banderas en los partidos del América. “Son a 180 pero nomás le ganó 10 a cada una”. El material lo hace su tío Jorge. En total, por estar tres horas ofreciendo las mantas blancas, azules y amarillas con el escudo americanista, saca 200 pesos en promedio. “Le podría sacar más, pero mi tío es medio culero”, sentencia. El vendedor de banderas es uno de los cientos de oficios que se desarrollan en la explanada del estadio Azteca cuando hay algún evento masivo. Es la vuelta de la semifinal del clausura 2013 y el aire huele a fritangas con pólvora de cohetes. El suelo arde con el sol de media tarde a plomo. Hay miles de personas de un lado hacia el otro con distintos objetivos. Al fondo, el coloso inmueble yace impaciente mientras se llena de a poco.
Raúl es uno entre los 500 o 600 efectivos que han sido designados para salvaguardar el orden antes, durante y después del partido. Dos horas antes del encuentro él y su grupo forman una barrera humana a la espera del encontronazo que en cada partido tienen las diferentes barras del América. “Hoy no se van a pelear, ya están advertidos, pero por si acaso aquí estamos”. Raúl se recarga en el escudo que normalmente usa para protegerse de los agresores. La parte central de la explanada es inhabitable, es una estructura simbólica del estadio que se construyó ahí con sus 15 metros de alto. Al costado de la pieza se forman dos filas de negocios con carpas amarillas. La mayoría sirve para matar el hambre que siempre tiene el mexicano. DE TODO, Y NO ES BOTICA Doña Rosa tiene su puesto cubierto de lonas verdes. Una mesa larga funciona como comedor colectivo para los que lleguen primero y se quieran sentar. Son ya 45 años de preparar gorditas, quesadillas, tacos y pambazos. Cada cambio de administración en la delegación de Coyoacán tiene que pagar una cuota. “Son ya muchos años, a veces nos quieren cobrar de más, pero les damos para su refresco y se calman”, dice con su delantal rosa lleno de masa. Al caminar por la plaza, alguien se te acerca y te susurra al oído si quieres un boleto para el partido. Los revendedores se dispersan por todo el terreno y con mucho disimulo ofrecen entradas entre 250 y 700 pesos. Dos policías escoltan a un señor que tiene puesta una playera naranja. “Es revendedor”, dice uno de los uniformados. “Estoy chambeando jefe”, suplica el anaranjado. En las entradas principales del “Coloso”, Lety tiene más de 10 cinturones colgados de su cuello. Por 10 pesos te entrega un boleto numerado con la imagen de “Campanita” (el hada de Peter Pan) y ella se encarga de cuidarte el cinturón que por ley no puedes ingresar. Lety tiene 7 años parándose en la entrada del estadio. “Sí sale, chambeando siempre sale”. Toki es un águila como la que presumen muchas banderas. Alicia la lleva del brazo y por 50 pesos te la pone en el antebrazo y te toma una foto que te entrega en un marco blanco con estrellas. En un día como estos, la joven, de 16 años, espera sacar unos 800 pesos. De pronto, una botarga de águila con el uniforme americanista se pone a su lado y se quita la cabeza. Miguel es hermano de Alicia, igual que ella, cobra 50 pesos por foto aunque él espera sacar sólo unos 300, “la gente prefiere al águila de verdad”, dice sonriente.
AQUÍ TODOS TRABAJAN Doña Josefina tiene más de veinte años rociando el cabello de americanistas con color amarillo. Niños y adultos hacen fila para pintarse el pelo y apoyar más a su equipo. Doña José cobra 25 pesos y trabaja sólo dos horas antes del partido. Óscar se pone a su lado para pintar el escudo del local a los recién convertidos “peliamarillos”. “Calculándolo, unas 50 personas atendemos. Antes eran más pero empezaron a decir que con la pintura y sol daba cáncer y la gente se asustó”, lamenta Óscar. Está semifinal es un marco que nadie del ámbito deportivo se quiere perder. Fernando lo sabe y llego a la explanada vestido con el uniforme completo de la selección, un banquito azul y un balón rosa. Coloca el banco y se sube en él. Toma un bote de crema “Alpura” con un hilo y lo toma con la mano derecha. Se pone el balón en la cabeza y durante media hora domina el esférico sin que se le caiga ante el asombro de todos. En la parte de atrás de la playera verde de Fernando una frase sobresale: “¡Chepo, aquí estoy!”. Un microbús llega a la explanada por Tlalpan. En el techo del vehículo hay siete personas con banderas amarillas y cohetes tronando. En el interior del camión más de 30 personas cantan al América mientras policías los apuran a bajar. Por un costado de la explanada, una masiva mancha amarilla avanza. Las barras de Izcalli, Ticomán y Naucalpan llegan juntas y se unen a los del microbús. Un joven con su uniforme de bon ice observa la unión de las barras recargado en su costal lleno del producto que vende. Un señor con chaleco naranja, trabajador de la delegación Coyoacán, se le acerca. “¡Qué pasó cabrón! No es cotorreo mijo eh, chínguele”, le dice enojado. El joven vendedor se aleja balbuceando con semblante de enojo. En esta explanada, todos trabajan.
El futbol genera goles pasiones y campeonatos, pero también empleos para miles de mexicanos