Desiree Madrid
El 28 de noviembre de 2019, la Universidad Autónoma de San Luis Potosí (UASLP) se convirtió en el epicentro visible de un fenómeno que llevaba años incubándose en diversas universidades del país.
Lo que comenzó como una intervención estudiantil en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM) en 2018 —cuando colectivas feministas resignificaron el formato del “tendedero” para denunciar violencias normalizadas— llegó a la capital potosina como un estallido inevitable tras años de silencios institucionales.
En la UASLP, de acuerdo con el testimonio de una de las organizadoras, fueron alumnas de la Facultad de Ciencias de la Comunicación (FCC) quienes replicaron el ejercicio, no como una acción aislada, sino como un movimiento articulado que apareció simultáneamente en facultades de la zona oriente y del centro.
Conforme avanzaban las horas, el tendedero alcanzó incluso la fachada del histórico Edificio Central, un espacio tan simbólico que su intervención provocó una sacudida sin precedentes.
La magnitud del acto no se entiende sin su contexto. Durante años, las denuncias internas por acoso y hostigamiento se enfrentaban a barreras burocráticas, criterios restrictivos y un mecanismo institucional que priorizaba el trámite sobre el acompañamiento. Berenice Guadalupe Martínez-Jato, exalumna de la FCC y una de las organizadoras, lo resume así:
“Decidimos hacerlo y en Derecho, en el Hábitat y en Sociales estaban poniendo tendederos ese mismo año… fue en 2019 cuando comenzamos estas cuatro facultades.” La indignación era generacional; la urgencia, compartida.
El protocolo de atención universitario vigente entonces, aprobado en 2017, resultaba insuficiente y, en varios aspectos, obsoleto. Entre los criterios más cuestionados se encontraba uno que permitía desechar denuncias si los hechos habían ocurrido hacía más de un año, dejando sin posibilidad de reparación a muchas víctimas cuyos casos no cumplían con ese límite temporal.
“Sí existía un protocolo, pero estaba lleno de cosas que se tenían que modificar”, recuerda Martínez-Jato. Ante ese vacío, el tendedero se convirtió en un mecanismo inmediato para presionar, evidenciar y exigir.
El impacto fue emocional y estructural. Egresadas que llevaban décadas fuera de la universidad acudieron para agradecer a las jóvenes por denunciar a los mismos profesores que ellas habían enfrentado en silencio. La reacción de algunos señalados, en contraste, fue de abierto cinismo.
Martínez-Jato recuerda con claridad a un docente que, al ver su nombre colgado, soltó una risa ligera frente al tendido de denuncias. Ese gesto —una mezcla de burla y desconexión moral— reforzó la certeza de que el problema era sistémico.
Desde la Defensoría de los Derechos Universitarios (DDU), el movimiento fue entendido como un punto de inflexión. Olivia Salazar, hoy encargada de despacho de la Defensoría, reconoce que los tendederos desnudaron las fallas del protocolo.
“Evidenciaron que ese mecanismo no estaba respondiendo a las necesidades de las alumnas”, afirma.
La protesta obligó a la institución a replantearse su posición. En junio de 2020, la DDU modificó su postura histórica: dejó de rechazar los tendederos como “informales” y comenzó a documentarlos oficialmente.
“Se instruyó que realizáramos levantamiento gráfico de los tendederos para iniciar carpetas de oficio si así se consideraba”, detalla Salazar.
Este giro abrió la puerta a la revisión profunda del protocolo universitario; en ese proceso participó la colectiva Comunifem, surgida directamente del movimiento estudiantil de 2019. Su intervención contribuyó a la actualización del protocolo, aprobado en 2021, que incorporó conceptos como violencia simbólica, medidas de protección inmediatas y mecanismos de denuncia con perspectiva de género.
Pero el tendedero trascendió las fronteras universitarias y se volvió un mecanismo ciudadano permanente en San Luis Potosí. Desde 2020, cada 8 de marzo, en el Día Internacional de la Mujer, se instala un tendedero masivo en Plaza de Armas, donde no sólo se denuncian casos de acoso o violencia, sino también deudores alimentarios, jefes que ejercieron acoso laboral, agresores emocionales y diversas formas de abuso de poder. Este tendedero, a diferencia del universitario, se concibe como un ejercicio preventivo y comunitario: una radiografía social donde mujeres de distintas edades cuelgan historias que, de otro modo, quedarían sepultadas en la vida privada.
De forma paralela, cada 25 de noviembre, Día Internacional para la Eliminación de la Violencia contra las Mujeres, colectivas feministas colocan otro tendedero en las inmediaciones del antimonumento Karla Pontigo, un espacio resignificado como altar de memoria. Ese tendedero no denuncia agresores en activo, sino que honra a las víctimas que perdieron la vida a causa de la violencia feminicida.
Su presencia es también un recordatorio de los pendientes estructurales de justicia en el estado. La figura de Karla Pontigo, cuyo caso se convirtió en un referente nacional por la lucha de su familia contra la impunidad, aparece cada año en ese tendedero con el propósito de mantener viva la exigencia de verdad y reparación. Su nombre y su historia operan como símbolo de resistencia y de advertencia: la violencia de género no es abstracta; tiene rostros, trayectorias y ausencias que duelen.
La expansión del tendedero a escuelas preparatorias, secundarias, universidades privadas y movimientos laborales —como el Frente por las 40 Horas en el Día del Trabajo— demuestra su potencia como herramienta de denuncia transversal. Lo que inició como una intervención universitaria hoy es un dispositivo ciudadano capaz de exponer abusos que antes se consideraban “parte de la vida normal”.
Las cifras de la DDU reflejan este cambio cultural. Antes de 2019, la oficina recibía alrededor de 40 a 50 carpetas al año, pocas relacionadas con violencia de género. Hoy, el panorama es completamente distinto.
“Nada más en octubre pasado tuvimos esas 50 carpetas en un solo mes”, señala Olivia Salazar. El aumento no se interpreta como una escalada de violencia, sino como un crecimiento del reconocimiento, la identificación y la disposición a denunciar.
Para Berenice Martínez-Jato, ese es el verdadero legado del tendedero:
“No es que la violencia haya aumentado; es que ahora sabemos nombrarla y sabemos que no es normal”.
La colectiva que surgió de aquella jornada sigue activa, acompañando procesos y articulando redes de apoyo.
Cinco años después, el tendedero es ya parte de la vida pública de San Luis Potosí. Para la DDU “es una práctica que ha llegado para quedarse” no sólo como un ejercicio de denuncia, sino como un recordatorio de que la transparencia y la escucha activa deben ser parte de cualquier institución que se asuma vinculada con su comunidad.
El eco de aquel 28 de noviembre de 2019 continúa resonando. Se escucha en los listones y hojas fosforescentes que cada marzo llenan Plaza de Armas; en los nombres que, cada 25 de noviembre, cuelgan frente al antiguo monumento para exigir justicia por las que ya no están; en las historias que cientos de mujeres, con miedo y con valentía, deciden ya no callar.
Porque si algo enseñó el tendedero potosino es que, ante la violencia sistemática, el silencio nunca puede volver a ser una opción.