Letras Económicas
Por José Claudio Ortiz
En medio del torbellino de noticias y reformas que sacuden a México, la extinción del Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (CONEVAL) pasó casi desapercibida para muchos. Sin embargo, este acto legislativo representa uno de los retrocesos institucionales más significativos en materia de política social de las últimas décadas.
Desde su creación, hace 20 años, el CONEVAL se había venido consolidando como un organismo autónomo técnico, riguroso e incómodo para los gobiernos en turno. Su principal función: medir la pobreza de forma objetiva y evaluar el desempeño real de los programas sociales, más allá de los discursos políticos. Y ese era precisamente su valor.
Con la reciente reforma aprobada en la Cámara de Diputados, y en proceso de ser ratificada por el Senado, sus funciones serán transferidas al INEGI. A primera vista, podría parecer una decisión técnica y eficiente: “evitar duplicidades” y “ahorrar recursos públicos”. Pero el fondo es más complejo… y más preocupante.
Lo que se pierde con el CONEVAL: No se trata solo de un cambio de oficina o de siglas. Con el cierre del CONEVAL se pierde un contrapeso institucional fundamental. El INEGI es, sin duda, una institución respetada por su capacidad estadística, pero no está diseñado para evaluar políticas públicas, ni para emitir recomendaciones ni diagnósticos independientes sobre el rumbo de la política social.
Más grave aún es la eliminación de facultades clave que el CONEVAL sí tenía: podía señalar deficiencias, proponer ajustes y, sobre todo, informar al Congreso y a la ciudadanía sobre el impacto real de los programas sociales. Era un vigilante incómodo pero necesario. Ahora, esa voz crítica se silencia.
Un paso atrás en rendición de cuentas: En una democracia madura, la evaluación independiente de los programas públicos no es un lujo, es una obligación. Permite saber si lo que se está haciendo funciona, si llega a quien más lo necesita, y si el dinero público se está utilizando con eficacia. Eliminar al organismo que hacía esa evaluación no solo debilita la transparencia, sino que también abre, aún más, la puerta al uso político de los programas sociales.
Sin un árbitro imparcial, la tentación de utilizar los apoyos sociales con fines electorales crece. Y sin datos confiables sobre pobreza, las decisiones públicas pueden sustentarse más en percepciones que en evidencias. ¿Cómo sabremos si una política ayudó realmente a reducir la pobreza o solo fue propaganda?
La reforma no solo elimina al CONEVAL, también deroga artículos clave que obligaban a supervisar y corregir programas sociales. En otras palabras, se elimina el mecanismo que permitía ajustar lo que no funcionaba. Y si algo ha caracterizado a la política social mexicana es la proliferación de programas clientelares, redundantes o ineficaces. El CONEVAL era uno de los pocos instrumentos que nos permitía detectar y corregir esos vicios.
Es evidente que no se trató de un error técnico, sino de una decisión política. Un gobierno que concentra poder y elimina contrapesos es un gobierno que teme la crítica y prefiere el control a la transparencia. Lo que está en juego no es solo una institución, sino la posibilidad misma de evaluar con independencia la política social en México.
¿Y ahora qué? Quedaría el Senado como última instancia para detener —o al menos matizar— este retroceso, aunque podemos anticipar que eso no va a suceder. Pero queda también la sociedad civil, la academia y los ciudadanos atentos para exigir que la evaluación no desaparezca con el CONEVAL.
En tiempos en los que se presume que “millones han salido de la pobreza”, lo mínimo que deberíamos exigir es una medición creíble y una evaluación imparcial. Si renunciamos a eso, corremos el riesgo de caminar hacia un modelo donde el éxito se proclama desde el poder, y no se demuestra con datos.
Porque un país que deja de evaluarse, deja también de mejorar.
Les deseo un feliz miércoles y los espero la próxima semana.
@jclaudioortiz