El Radar
Por Jesús Aguilar
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Cada cierto tiempo, como metrónomo político, aparecen encuestas que pretenden medir la popularidad de gobiernos y gobernantes. Sondeos que circulan en medios, redes sociales y conversaciones de café, como si fueran diagnósticos clínicos del ánimo social. Sin embargo, detrás de cada número hay más que una fotografía: hay intenciones, contextos y, muchas veces, financiamientos que condicionan la lectura.
En la política mexicana, las encuestas se han vuelto omnipresentes. Cada semana aparece una nueva medición sobre la popularidad presidencial, la aprobación de un gobernador o las preferencias rumbo a la próxima elección. Son presentadas como fotografías objetivas de la realidad social, pero cada vez más voces cuestionan si estamos frente a un espejo fiel o, en cambio, ante un instrumento cuidadosamente diseñado para influir.
El más famoso de los encuestadores de México, Roy Campos lo ha explicado con una metáfora sencilla: “una encuesta es una fotografía, pero como toda fotografía depende del ángulo, de la luz y del interés de quien toma la cámara”. No es lo mismo preguntar después de un anuncio de programas sociales que al término de una crisis de violencia o de un escándalo de corrupción. El momento en que se levanta y el instante en que se difunde son parte del mensaje.
El politólogo José Antonio Crespo añade que estas mediciones pueden convertirse en un arma de poder blando: no sólo reflejan lo que la gente piensa, sino que inducen lo que la gente cree que la mayoría piensa. Ese fenómeno, conocido como efecto arrastre, genera la sensación de que apoyar a cierto líder es “lo normal” o lo mayoritario. Y en política, pocas cosas pesan tanto como la percepción de ser parte de una mayoría.
Por eso, no debe perderse de vista que detrás de toda encuesta hay un financiamiento y, por ende, un interés. Como advierte el consultor Mitofsky, “toda encuesta tiene dueño”. Ese dueño puede querer datos técnicos para ajustar estrategias, pero también puede buscar construir una narrativa favorable, instalar la idea de que un candidato es invencible o, incluso, desmoralizar al adversario mostrando su supuesta debilidad.
Los periodistas también han puesto el dedo en la llaga. León Krauze sostiene que, en México, las encuestas son parte del arsenal propagandístico, tanto como los spots o los mítines. Se publican no sólo para informar, sino para convencer. En otras palabras, son publicidad encubierta que se disfraza de estadística.
El riesgo es que confundamos los números con la democracia misma. Un buen gobierno no se define por la línea ascendente en una gráfica, sino por resultados palpables: seguridad, empleo, justicia, salud. Pero la avalancha de sondeos ha convertido la conversación pública en un mar de porcentajes que, más que aclarar, muchas veces nublan.
La investigadora Catalina Pérez Correa lo advierte con contundencia: “el problema no es que existan encuestas, sino que se usen como sustituto del debate público y de la rendición de cuentas”. Y, sin embargo, los medios reproducen una y otra vez las cifras sin detenerse en sus métodos ni en sus propósitos, amplificando el efecto buscado por quienes las financian.
En democracia, las encuestas deberían ser apenas un insumo más, nunca un dogma. La ciudadanía tendría que mirarlas con ojo crítico, entendiendo que cada número tiene un sesgo y cada gráfica, un propósito. El verdadero desafío es no perder de vista que los problemas de fondo —corrupción, violencia, desigualdad— no se resuelven con la magia de un buen sondeo.
Al final, la pregunta no es qué dicen las encuestas, sino qué estamos dispuestos a creer de ellas. Y aquí viene una invitación al lector: ¿a ti te gusta participar en una encuesta? ¿O recuerdas cuándo fue la última vez que alguien te encuestó directamente?