Hasta en las mejores familias… la publicidad extrema

Por Jesús Aguilar

Hay cosas que uno no nota hasta que se detiene a mirar con calma la ciudad. Como esas estructuras metálicas que invaden las avenidas, los puentes peatonales, los camellones y las glorietas. Como si fueran parte natural del paisaje urbano, la publicidad se adueñó de San Luis Potosí. Carteles, lonas, pantallas, vallas. Todo tiene dueño. Pero no el Ayuntamiento, ni la ciudadanía, ni mucho menos el espacio público como bien colectivo.
Tiene dueño de familia.

La investigación publicada este lunes por María Ruiz en Astrolabio Diario Digital vuelve a poner el dedo en la llaga: un grupo familiar ha construido y consolidado un monopolio sobre la publicidad urbana en la capital potosina. No se trata solo de quién imprime los espectaculares o de quién coloca los anuncios. Es algo mucho más profundo: la privatización paulatina de los espacios públicos, disfrazada de modernización y legalidad, que comenzó hace más de tres lustros y que ha sobrevivido —con distintos matices y colores partidistas— a cada administración municipal.

El origen del negocio del aire

Todo empezó con una palabra que parecía inofensiva: concesión.
Durante el gobierno municipal de Jorge Lozano Armengol (2006-2009), se dio el primer paso hacia lo que hoy es un negocio redondo. Lozano, recordado por privatizar la recolección de basura y los parquímetros, “concesionó” también la publicidad urbana, abriendo así la puerta a que los espacios públicos —los muros, postes, bardas y estructuras metálicas del paisaje capitalino— se convirtieran en propiedad temporal, pero exclusiva, de empresas privadas.

Aquel fue el comienzo de un esquema que fue perfeccionándose y blindándose con el tiempo. La historia que narra Astrolabio muestra cómo, sin importar el color del gobierno, la familia beneficiada por esas concesiones logró mantenerse en control: instalando, rentando y cobrando por cada anuncio que se cuelga del aire público, mientras las autoridades miran hacia otro lado.

Esa empresa familiar, que también ha tenido participación en otros rubros como renta de automóviles, venta de patrullas, contratos de medios, impresión de materiales oficiales e incluso informes de gobierno, no solo acaparó el negocio, sino que tejió relaciones políticas que le permitieron sobrevivir a las alternancias. Una de esas rarezas tan potosinas donde la ideología cambia, pero los beneficiarios siguen siendo los mismos.

Publicidad que tapa la transparencia

Lo más inquietante de este fenómeno es su dimensión simbólica.
La publicidad urbana no solo invade la vista: ocupa el espacio de la voz pública. Cuando un solo grupo controla qué se anuncia, dónde y con qué condiciones, no solo gana dinero: controla la narrativa visual de la ciudad. La propaganda política, los espectaculares de campañas, los anuncios de gobierno, todo pasa por el mismo filtro. Y ese filtro, durante más de 15 años, ha tenido apellido.

De ahí el dilema ético: ¿cómo puede hablarse de libertad de expresión, transparencia y pluralidad, si los espacios de comunicación visual —que pertenecen a todos— están monopolizados por unos cuantos?
El espacio público no es un simple soporte para anuncios. Es el reflejo del tipo de convivencia que construimos. Si una familia puede apropiarse de la mirada urbana, también puede condicionar la visibilidad de los demás.

Y mientras tanto, el gobierno paga. Las dependencias estatales, municipales y hasta organismos autónomos firman contratos con los mismos proveedores, validando con recursos públicos un modelo que concentra poder económico y político, y que rompe con cualquier principio de competencia justa.

La complicidad institucional

El monopolio no se mantiene solo. Se alimenta del silencio y de la complicidad.
Cada administración municipal —desde los más “lejanos” como lo fue Ricardo Gallardo Juárez con quien tronó el negocio de PANAVI hasta el reelecto Enrique Galindo— ha contribuido, por acción u omisión, a fortalecer el esquema. En algunos casos se renovaron permisos, en otros simplemente no se revisaron las condiciones de las concesiones. Nadie ha tenido la voluntad política de preguntarse si es justo que la ciudad pague por el uso de su propio aire.

En los últimos años, el fenómeno se ha vuelto aún más descarado. La publicidad urbana se ha multiplicado, incluso en zonas donde se supone que está prohibida por motivos ambientales o de seguridad vial. Glorietas, parques, avenidas emblemáticas, todo se ha convertido en escaparate.
Y lo que antes era negocio discreto hoy es una invasión visual: una saturación que degrada el entorno urbano, atenta contra el paisaje y refuerza la idea de que la ciudad es un tablero de intereses privados.

No hay diferencia entre apropiarse de un pedazo de parque y apropiarse de una barda pública. Ambos actos suponen el mismo desprecio por la idea de comunidad.

La historia se repite, pero con más luz

El mérito de investigaciones como la de Astrolabio es que rompen el pacto del silencio. No se trata de satanizar a una familia ni de negar su derecho a emprender, sino de recordar que ningún proyecto privado puede sustentarse en la apropiación de lo público.
Durante años, este tema se trató como un asunto técnico, administrativo, de contratos y permisos. Pero en realidad, es un asunto de ética pública y de democracia urbana.

La privatización de los espacios comunes es una forma de privatizar la ciudadanía misma.
Cuando el paisaje pertenece a una sola mirada, la ciudad deja de ser espacio de encuentro y se convierte en una valla de intereses.

San Luis Potosí no puede seguir bajo el dominio de los mismos apellidos que, desde hace década y media, encontraron en la publicidad un negocio que mezcla lo político con lo empresarial, lo público con lo familiar.
Es hora de revisar esas concesiones, de abrir los procesos, de exigir rendición de cuentas. De preguntarse por qué seguimos pagando con impuestos los anuncios que nos tapan la vista.

Responsabilidad y cambio

Hoy, la administración del alcalde Enrique Galindo Ceballos, la primera en la historia moderna de San Luis con posibilidad de reelección, tiene la oportunidad —y la obligación— de poner fin a este modelo.
No se trata de vetar a nadie ni de eliminar a una familia del mapa empresarial, sino de garantizar que los espacios públicos sean verdaderamente públicos.
Que el aire, las calles y los muros que pertenecen a la ciudad no sean propiedad temporal de ningún clan, por influyente que sea. Y más de 15 años en donde se han establecido canales de succión de condiciones públicas que han ido a las arcas de un solo grupo empresarial familiar.

Porque la ética del poder local no se mide en discursos, sino en decisiones.
Y pocas decisiones serían tan simbólicas y necesarias como romper con el monopolio que ha convertido a San Luis Potosí en un escaparate de intereses privados.

Todos tienen derecho a participar, a invertir, a ofrecer servicios de calidad. Pero nadie tiene derecho a apropiarse de lo que es de todos, ni a beneficiarse del silencio cómplice de los gobiernos que deberían proteger el bien común.

Quince años de concesiones y complicidades son más que suficientes.
Es momento de que la ciudad recupere su espacio, su voz y su dignidad visual.


Porque los anuncios pueden cambiar cada tres meses, pero los principios públicos no deberían borrarse con cada campaña.

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