JOSÉ MUJICA, EL POLÍTICO CON ALMA

DESTACADOS, INTERNACIONALES, OPINION, RADAR

El Radar
Por Jesús Aguilar
X: @jesusaguilarslp
En tiempos donde la política se ha convertido, muchas veces, en un espectáculo de vanidades, discursos huecos y promesas rotas, la figura de José “Pepe” Mujica sigue brillando como un ejemplo inusual de congruencia, sencillez y profundidad. No es casual que haya sido llamado “el presidente más pobre del mundo”, aunque en realidad era uno de los más ricos en humanidad.
Su historia no se entiende sin su pasado: fue guerrillero tupamaro, encarcelado durante 13 años en condiciones brutales —algunas veces en un pozo, otras sin ver la luz del sol durante meses—. Pero lo extraordinario no fue solo su resistencia física, sino su capacidad para salir sin odio. “El odio termina estupidizando, nos hace perder objetividad”, dijo alguna vez. Y él lo demostró con hechos.
Cuando asumió la presidencia de Uruguay en 2010, donó alrededor del 90% de su salario a organizaciones sociales. Vivía en una chacra modesta a las afueras de Montevideo, sin lujos, sin guardias ni protocolo excesivo. Manejaba él mismo su Volkswagen Fusca 1987, rechazando mudarse a la residencia presidencial. Cuando le preguntaban por qué no vivía como los demás presidentes, respondía:
“No soy pobre. Pobres son los que necesitan mucho para vivir.”
Sus discursos en foros internacionales, como la Cumbre de Río+20 en 2012, se volvieron virales por su profundidad filosófica. Allí cuestionó el modelo consumista que devora al planeta:
“Venimos al planeta a ser felices, no a ser esclavos del mercado.”
Y agregó con lucidez:
“Cuando compramos algo, no lo pagamos con dinero, lo pagamos con el tiempo de vida que tuvimos que gastar para conseguir ese dinero.”
Mujica no solo hablaba distinto, vivía como pensaba. Legalizó el matrimonio igualitario y el aborto, defendió la legalización de la marihuana como una forma de quitarle poder al narcotráfico y cuidar la salud pública. En cada decisión, buscó avanzar sin dogmas ni intereses personales, pensando en las futuras generaciones.
Pero su legado no es solo de políticas públicas, sino de ética. En un continente donde muchos políticos confunden poder con privilegio, Mujica demostró que el servicio público no debe ser una vía para enriquecerse, sino para servir.
“El poder no cambia a las personas, solo revela quiénes son realmente”, dijo en una entrevista. Y en su caso, reveló a un hombre íntegro.
Hoy que México vive una transición importante y que en estados como San Luis Potosí enfrentamos desafíos profundos —corrupción, desigualdad, impunidad, cinismo institucional—, la figura de Mujica debe ser recordada no como un modelo utópico, sino como un espejo que nos interroga:
¿quiénes nos gobiernan?,
¿quiénes aspiran a hacerlo?,
¿qué los mueve?
Ojalá más líderes, desde el Congreso hasta los ayuntamientos, desde Palacio Nacional hasta el Palacio de Gobierno potosino, pasando por el Palacio Municipal entendieran que la política no se trata de imagen ni de ambición, sino de convicciones, coherencia y vocación de servicio.
Mujica no fue perfecto —él mismo lo reconoce—, pero sí fue, y es, un hombre fiel a sus ideas, sin dobleces ni máscaras.
Su honestidad quedaba clara a toda prueba, sin embargo su integridad personal la llevó a la denuncia, a la lucha de todas clases para intentar hacer justicia para la mayoría, de manera real.
En un mundo donde la congruencia es casi un acto de rebeldía, José Mujica nos enseñó que la verdadera revolución empieza por uno mismo.

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