LA VERDAD Y EL CAMINO
Por: Aquiles Galán
“Cuando el agua se vuelve un recurso político, el campo se vuelve un campo de batalla.”
Cuando el agua deja de ser un bien público para convertirse en moneda de negociación, quienes pagan las consecuencias son quienes la trabajan: las comunidades rurales. En las últimas semanas, México presenció carreteras bloqueadas, mesas de diálogo fracturadas y un descontento generalizado que volvió a colocar en el centro una pregunta fundamental: ¿a quién beneficia realmente la nueva Ley General de Aguas?
La crisis no es sólo política; es física, histórica y estructural. México arrastra una crisis hídrica severa: acuíferos colapsados, municipios en niveles críticos de sequía y sistemas de abasto cada vez más frágiles. En ese contexto, legislar sobre el agua sin mirar la realidad del campo es legislar a ciegas.
Aquí surge el primer problema: la desconexión entre las instituciones que redactan reformas desde un escritorio y quienes enfrentan, día a día, las consecuencias de una política mal diseñada. De ahí la exigencia de los productores: que la ley proteja su acceso al recurso, su patrimonio y su viabilidad económica, en vez de centralizar decisiones sin ofrecer garantías reales.
¿Qué propone la nueva ley?
Según el oficialismo, la iniciativa busca recuperar la rectoría del Estado sobre el agua, priorizar el consumo humano y evitar la “mercantilización” del recurso. Pero sus cambios significan una reconfiguración profunda en la forma en que se asigna, controla y transmite el agua. Y ahí es donde surge la resistencia del campo.
Puntos más polémicos:
• Desaparición del Órgano Interno de Control de CONAGUA.
Eliminar al ente encargado de fiscalizar al organismo abre la puerta a un manejo opaco y discrecional. Sin supervisión independiente, la corrupción no sólo se vuelve posible: se vuelve estructural. Quien regula y administra tendría también la capacidad de condicionar al sector campesino.
• Prioridad absoluta al consumo doméstico.
Aunque suena razonable, en un país sin infraestructura y sin planes de compensación, esta medida relega aún más a quienes sostienen la soberanía alimentaria.
• Reordenamiento de concesiones.
La propuesta de eliminar la transmisión libre de concesiones y devolver su control total al Estado es quizá el punto más crítico. No sólo afecta la capacidad de financiar actividades agrícolas; también genera inseguridad patrimonial, reduce el valor de la tierra y expone a pequeños productores a riesgos económicos graves.
• Mayor centralización en CONAGUA.
Sin un órgano de control independiente, esta centralización se convierte en un arma política. La reasignación de volúmenes, sin reglas claras, abre la puerta a decisiones discrecionales.
• Reglas diferenciadas por uso.
La iniciativa establece criterios distintos para agricultura, industria y uso urbano. Sin embargo, falta claridad operativa: plazos, mecanismos de compensación, protocolos de herencia y transición.
• Incorporación del derecho humano al agua.
Aunque positivo, el principio queda débil sin instrumentos claros que aseguren progresividad, no regresión y un mínimo vital garantizado.
Preocupaciones del campo y de distintos actores políticos
- Inseguridad jurídica: la tierra pierde valor si la concesión ya no puede transmitirse. Sin acceso al agua, no hay crédito, no hay inversión y no hay producción.
- Riesgo a la soberanía alimentaria: menos agua para riego significa menor producción y precios más altos.
- Uso político del recurso: la centralización excesiva crea incentivos para manipular la distribución del agua según intereses partidistas.
- Falta de claridad operativa: los productores siguen sin ver reglas, plazos ni garantías. La incertidumbre es, en sí misma, una amenaza.
Dos visiones enfrentadas
Desde el gobierno, la reforma se presenta como una oportunidad para ordenar el uso del agua y combatir acaparamientos privados.
Pero desde el campo, la lectura es distinta: una reforma inviable, hecha desde la distancia, sin reconocer la complejidad productiva del país y sin considerar la voz de quienes dependen del agua para vivir.
La solución real no está en imponer, sino en dialogar.
En construir transitorios que protejan a pequeños productores.
En garantizar acompañamiento técnico, reglas claras y apoyos financieros reales.
No en administrar el agua desde un escritorio sin escuchar al territorio.
¿Y los jóvenes? ¿Qué papel jugamos?
Para muchos jóvenes, la discusión sobre la Ley de Aguas suena lejana. Pero no lo es. Lo que se decida hoy determinará el acceso a alimentos, las oportunidades laborales y hasta el futuro de las comunidades donde crecieron nuestros padres y abuelos.
Menos agua significa menos producción, menos empleo y más migración.
Significa ciudades más caras y un país más desigual.
Y significa permitir que decisiones sobre un derecho básico se tomen sin transparencia y sin participación.
El campo que hoy se vacía nos afecta a todos.
Cuando una comunidad pierde agua, pierde vida, pierde gente, pierde historia.
Por eso, la juventud debe estar presente: informando, cuestionando, exigiendo claridad y defendiendo un recurso que es tan político como vital.
“Cada época se define por la forma en que cuida sus recursos; la nuestra será juzgada por el agua.”