La verdad y el camino
Por: Aquiles Galán
Desde pequeños nos enseñaron la idea de la meritocracia:
“El valor del esfuerzo por encima de las dificultades.”
Una frase que suena justa, esperanzadora… pero ¿qué significa realmente?
En teoría, la meritocracia sostiene que las oportunidades deben depender del trabajo, la habilidad y los logros personales, no del apellido ni de los contactos. Que cada persona pueda avanzar según su esfuerzo, garantizando una igualdad real de oportunidades. Un ideal donde la constancia y la preparación abren camino a una sociedad más justa, productiva y motivada.
Pero entre el ideal y la realidad hay un abismo.
Hoy, más del 55% de los trabajadores en México están en la informalidad.
Son más de 33 millones de personas sin seguridad social ni derechos laborales plenos.
Y si hablamos de juventudes, el panorama no mejora: de cada 100 jóvenes entre 15 y 29 años, 54 participan en el mercado laboral, pero muchos lo hacen en condiciones precarias o sin estabilidad.
(INEGI, 2024)
El campo tampoco escapa a esa historia. En 1950, el 57% de la población mexicana vivía en zonas rurales; para 2024, apenas el 18%. Detrás de ese dato hay una verdad dura: el campo perdió fuerza productiva, población y futuro.
Estas cifras no hablan de falta de participación o de esfuerzo. Hablan de la ausencia de un rumbo nacional.
Porque lo que sobra es talento.
Lo que falta es estructura.
Hoy, una carrera universitaria ya no garantiza el “paso seguro” hacia el éxito. El título se volvió un requisito para la precariedad. Y el campo, que alguna vez fue orgullo y sustento, se ha vuelto un territorio en retroceso: menos inversión, menos gente, más abandono.
Diagnóstico de un país que desaprovecha su talento
¿Cómo llegamos hasta aquí?
- Políticas públicas fragmentadas. Programas dispersos, sin continuidad ni visión estratégica. Mucho anuncio, poco resultado.
- Educación desconectada. La academia forma profesionales sin mirar al mercado laboral. Egresados sobrecalificados que terminan en la informalidad.
- Mercado laboral precario. La mitad de los trabajadores sin contrato formal ni prestaciones; jóvenes que entran a un sistema que los considera reemplazables.
- Campo sin futuro. Inversión mínima, precios inestables y desplazamiento por violencia. La tierra ya no alimenta, expulsa.
- Migración como única salida. Para miles de jóvenes rurales, migrar —aunque sea arriesgando la vida— parece una decisión racional ante la falta de opciones.
¿Y el resultado?
Una generación atrapada entre el mérito y la frustración.
El título que ya no garantiza nada
Según el Observatorio Laboral (STPS, 2024), 43% de los egresados universitarios trabaja en empleos que no requieren título profesional, y uno de cada tres gana menos de 9 mil pesos al mes.
Las carreras más saturadas —Derecho, Administración y Contaduría— son también las más castigadas: más del 60% de sus egresados no labora en su área.
Mientras tanto, el discurso oficial sigue hablando de “educación de calidad” y “empleabilidad”.
Pero los números dicen otra cosa: el título dejó de ser sinónimo de estabilidad.
Hoy, estudiar es muchas veces un salto de fe.
El campo que envejece
El productor rural promedio tiene 58 años, y solo el 8% de los trabajadores agrícolas es menor de 30. Entre 2010 y 2020, la población joven dedicada al campo cayó más del 40% (INEGI, Censo Agropecuario 2022).
El campo envejece porque no es rentable, no hay crédito, no hay precio justo, y no hay futuro.
Mientras tanto, el presupuesto agrícola se redujo más del 40% en la última década.
¿Cómo hablar de prioridad nacional cuando los números dicen lo contrario?
Juventud sin tierra, tierra sin jóvenes
Más de 4 millones de jóvenes en México no estudian ni trabajan.
Y tres de cada cuatro empleos para menores de 30 años son informales o sin prestaciones.
El país presume becas y programas, pero pocos generan movilidad real.
No faltan manos, faltan caminos.
No falta talento, falta voluntad política.
El camino posible
México no carece de talento ni de tierra fértil.
Carece de rumbo.
La llamada “crisis del campo” y la “crisis laboral juvenil” son síntomas del mismo mal: la falta de un proyecto nacional que conecte al conocimiento con la productividad, y a la juventud con la esperanza.
Otros países ya lo hicieron.
En Chile y Portugal, las universidades se vincularon con la economía local para crear cooperativas tecnológicas y agrícolas donde los jóvenes producen, aprenden y venden.
En Corea del Sur, las universidades rurales se transformaron en centros de innovación territorial: la ciencia aplicada en el campo.
No fue magia, fue planeación, constancia y visión.
En México, esa fórmula también es posible.
Pero requiere continuidad, visión y voluntad.
No más becas temporales, sino cadenas productivas sostenibles.
No más jóvenes “beneficiarios”, sino jóvenes socios del desarrollo.
Porque la verdadera transformación no viene de los discursos, sino de la voluntad de un país que decide volver a creer en su gente.
“Donde hay una voluntad, hay un camino.”