Atención
Padres de familia, amigos
y vecinos de la Ciudad de San Luis Potosí
Nací hace casi cuarenta años en San Luis Potosí. A los siete años de edad me di cuenta de una cosa muy extraña cuando observé que a todos mis primos y amigos les gustaba Sasha de Timbiriche, a mí me gustaba Benny. Yo no lo entendía ni lo veía como algo malo, ni siquiera como algo sexual, pero mi orientación estaría definida desde entonces.
Crecí como un niño normal, en una familia tradicional de valores católicos. Sin embargo esa normalidad se vio mermada al darme cuenta de que a través de los años me convertiría en ese monstruo que todos en mi entorno social y familiar mencionaban en chistes discriminatorios cargados de odio y homofobia, resulté ser el jotito de los chistes. Amanerado y sensible en una ciudad donde los hombres de verdad no lloraban, pues las lágrimas denotaban debilidad.
Pasó el tiempo y tuve la certeza que me había convertido en eso. Sin que nadie lo supiera me embarqué en un viaje de soledad, autonegación y culpabilidad, además fui víctima de bullying. Esto me llevó a vivir cinco años depresivos de noches eternas, me hice de un par de novias fallidas que terminé lastimando y además tuve un intento de suicidio que no se consumó pero, sobre todo, este problema me hizo alejarme de mi familia tradicional por el temor a lastimarlos, tanto, que a la fecha no sé cómo reintegrarme.
Yo era el único gay que conocía, tal vez recuerden que en San Luis Potosí hace cuarenta años los únicos homosexuales eran los que se prostituían en las calles del centro y de los cuales todos hacían bromas crueles, tal vez el peluquero de nuestras madres de quien todos hacían chismes, pero en mi pequeño mundo yo era el único gay y eso me hacía sufrir.
Lo extraño era que crecí en un entorno 100% heterosexual, sin ejemplos cercanos de homosexualidad. No fui violado o abusado, considerado desde mi contexto y formación fui un niño normal. Pero la educación que recibí en las escuelas religiosas a las que asistí me enseñó que las puertas del cielo estarían cerradas para una persona como yo, tendría que vivir en el infierno después de mi muerte, la extensión de ese infierno en vida que pensaba nunca terminaría.
No fue así. A los casi veinte años, en un arrebato de valentía, salí del clóset con mis padres y hermanos, superamos con comunicación y amor el problema y eventualmente me fui de la ciudad a conocer un mundo más abierto y razonable. El tiempo pasó y, por fortuna, todo quedó atrás.
Mi nombre es Alejandro Benavente. Hijo de padres amorosos y respetuosos. Que me inculcaron el sentido de la igualdad y el respeto. Entendí gracias a ellos que todos somos iguales aunque no tengamos las mismas oportunidades. También me enseñaron a no callarme ante la desigualdad y la injusticia.
Escribo esta carta porque se está convocando a una marcha el sábado 8 de agosto en defensa de algo llamado familia normal. Una marcha que promueve la separación y la violación de algunos nuestros derechos –mis derechos, los de mis hijos y de sus hijos, los de todos. Existen personas que están convocando a una marcha para que nosotros como homosexuales no podamos contraer matrimonio, una decisión que ya fue avalada por la Suprema Corte de Justicia de la Nación.
Sus argumentos son básicamente dos: la idea tradicional que evoca la palabra familia y algo aún más oscuro llamado mandato divino. El mandato divino que a mí me condenaría al infierno nuevamente, un mandato basado en un libro escrito por seres humanos hace más de veinte siglos.
La idea tradicional que evoca la palabra familia hoy en día se descarta, pues en los matrimonios actuales ocurre que las esposas no sólo deciden no tener hijos, sino que además aportan su trabajo y recursos para construir el patrimonio de su familia; de acuerdo a esa idea tradicional esta forma de unidad doméstica no sería un matrimonio, mucho menos una familia. Por fortuna las familias actuales conocen muchas configuraciones, todas destinadas a la búsqueda del pleno desarrollo de las personas que la conforman.
Hace cuatro años contraje matrimonio. Mi esposo –también potosino– trabaja en el gobierno federal impulsando la exportación de productos mexicanos y además atrayendo inversión extranjera. También proveniente de una familia tradicional potosina sin homosexuales en línea directa. Por mi parte, me convertí en un artista exitoso. Soy arquitecto, tengo un máster en fotografía, mi trabajo ha sido expuesto en otros países, hago poesía, compongo música en el piano, he trabajado en fundaciones no lucrativas y soy solidario con el prójimo siempre que es posible. Pero sobre todo cumplo con las mismas obligaciones que todos ustedes, desde acatarme a nuestra Constitución, hasta pagar puntualmente mis impuestos. Bajo ninguna circunstancia me concibo ni actúo como un ciudadano de segunda.
El propósito de estas líneas es hacerles ver que la minoría homosexual siempre ha existido, hemos estado ahí aunque tengamos que huir de personas como las que organizan la caminata, personas insensibles que les gusta jugar a ser Dios, juzgando como si Él lo hiciera con nosotros. Siempre hemos estado ahí: personas de todos los oficios; grandes artistas, científicos, filósofos y filántropos que aportan a la humanidad y a su país como lo hacen ustedes día a día.
No me gusta decir que soy de San Luis porque no me gusta sentir que soy de una ciudad donde persiste el clasismo, la homofobia, el odio y la búsqueda constante de la separación. Una ciudad en la que es posible que tus propios familiares te rechazan al no invitarte a un evento familiar por miedo o ignorancia. Nací ahí, pero he crecido en un mundo más abierto e inclusivo, un mundo mejor. Me gusta decir que soy del mundo.
¿No les gustaría que sus hijos puedan elegir con quién casarse libremente?, ¿que se amen ellos mismos?, ¿que puedan estar en sus últimos momentos de vida con la persona que él o ella eligieron?, ¿que el patrimonio heredable no pueda ser impugnado cuando uno de ellos falte? Simplemente, ¿que no se sientan amedrentados y excluidos? Porque eso pretende esta marcha, amedrentar y excluir, juzgar desde un banquito acusador a todos los que supuestamente no tienen los mismos derechos. No hay más, esta marcha invita a la distinción, no unifica y, sólo vista a través de la doble moral, puede ser considerada una marcha pacífica.
Me pregunto dónde quedó el amar al prójimo como a uno mismo. ¿Dónde está el amor? El matrimonio se considera la base de la familia. Mi familia la creamos, desde el día que conocí a mi ahora esposo. Hemos trabajado con amor, comunicación, dedicación y esfuerzo, creciendo como pareja e individuos, respetándonos, acatándonos a las mismas obligaciones que ustedes.
La familia normal es esa que siempre está ahí para cada uno de sus miembros, es esa que te acoge y te apoya, es esa que no te deja caer, es la familia que te ama incondicionalmente, es precisamente ese matrimonio en el cual vivo desde hace cuatro años y medio, y que día a día es bendecido por Dios, además de mis padres que tuvieron que aprender a deshacerse del sistema de creencias que les fue impuesto como a ustedes, y que a la fecha están presentes en todo momento.
La homosexualidad no es una enfermedad, no se contagia ni destruye. Los que nacemos aquí estamos, no es una elección de los padres y no somos seres humanos menos valiosos. Ustedes podrían ir a la marcha y cooperar a sembrar el odio y la separación, pero puede ocurrir que sus hijos resulten ser víctimas de sus propios actos y no lo sabrán hasta que pasen los años. Aquellos que organizan la marcha y quienes la avalan pueden pretender avergonzarnos, pero los avergonzados terminarán siendo ellos.
¿De qué manera positiva puede repercutir esta marcha?, ¿qué ocurrirá si se desatan crímenes de odio, como los acontecidos en Tierra Santa hace unos días? Los ciudadanos interesados en el bienestar común encontrarán muchas causas urgentes a las cuales adherirse.
Aunque hoy viva tranquilo y feliz, mis dedos tiemblan al escribir esta carta, la escribo desde el corazón, pero con miedo. Miedo a quedar vulnerable ante lobos disfrazados de ovejas, miedo a un rechazo mayor, a que se generalice esa postura que afirma categóricamente que estoy diciendo cosas que no deben ser dichas. Pero sé que estoy del todo seguro de que hago lo correcto, esta carta no la hago sólo por mí, también la hago por sus hijos, hermanos o nietos que hoy o mañana podrían estar pensando cómo suicidarse, que se sentirán avergonzados de su propio ser por culpa del odio que ustedes mismos sin darse cuenta pueden seguir promoviendo.
Los invito a buscar la unidad, a recapacitar sobre la disgregación y el miedo. Seamos uno con Dios. No sé si la manifestación tenga el éxito que se espera, pero si un solo corazón late al leer esta carta, entonces el mensaje está dicho y me puedo retirar en paz. Recordemos que Dios no se equivoca al crearnos, pero nosotros para eso vivimos, para equivocarnos y aprender.
Agradezco su atención y, abierto al diálogo, me despido atentamente,
Alejandro Benavente
Fuente: Jornada