Rosa Robles, una madre mexicana, lleva un año en santuario en una parroquia de Tucson para evitar ser deportada de EE UU.
Era uno de esos desvíos provisionales que hace la policía poniendo conos en el suelo de la calle. Rosa Robles Loreto no vio bien por dónde iba el carril y tiró un cono con la rueda. No hace falta nada más para que un inmigrante indocumentado arruine su vida en Estados Unidos. Le pidieron el carnet que no tenía, el seguro que no tenía, la prueba de residencia que no tenía. Donde un ciudadano estadounidense se habría llevado una multa, Rosa Robles fue detenida 60 días y salió con una orden de deportación. Robles, nacida en Hermosillo, Sonora, tiene 41 años, está casada y es madre de dos hijos. Vive en Tucson desde 1999 y siempre se ha ganado la vida limpiando casas.
Aquello fue en 2010. El 7 de agosto de 2014, agotados todos los plazos legales, cuando la deportación era legalmente inevitable, Rosa Robles decidió que no iba a renunciar a una vida hecha en EE UU y buscó refugio en la Iglesia Presbiteriana del Sur de Tucson. Allí vive desde entonces, acogida en santuario, con la esperanza de que su caso sea revisado y al menos se le dé una prórroga de estancia. Legalmente, nada impide a la policía de fronteras entrar en la iglesia a por ella con una orden de detención. Pero la imagen sería demoledora. El santuario parece funcionar.
“ICE (la policía que ejecuta las deportaciones) está muy duro”, decía Rosa a EL PAÍS en el interior de la iglesia. “No nos quieren dar otra oportunidad”. El pasado sábado 20 de junio, unas mil personas acudieron a la iglesia a mostrar su solidaridad con Robles y su familia. Hicieron una pequeña manifestación y luego un servicio religioso en recuerdo de los deportados y los muertos en la frontera del desierto. Carteles de “Apoyamos a Rosa” se pueden ver en varios comercios del centro de Tucson. “Esta iglesia es muy de apoyar a la gente”, decía Robles junto a su marido, Gerardo, y sus hijos, Gerardo y José Emiliano.
El caso de Robles tiene sus esperanzas puestas en el precedente de Daniel Neyoy. Nacido en Los Mochos, Sinaloa, Neyoy entró ilegalmente en Estados Unidos en el año 2000 por el desierto de Arizona después de una semana caminando solo en la que estuvo a punto de morir. Se instaló en Tucson, tuvo una familia, pero una infracción de tráfico lo puso al borde de la deportación en el año 2013. Se metió en santuario en la iglesia de Harrington. “Fui a la policía de fronteras y les dije: ‘Yo no me voy”, explicaba a EL PAÍS durante la manifestación a favor de Rosa Robles. “En México no tengo nada. Mi vida está aquí”. El Gobierno federal aceptó parar su deportación durante un año. La orden de deportación se mantiene, solo que no es una prioridad. La prórroga se cumple ahora y no sabe si se la renovarán.
Hay diferencias legales entre un caso y otro. Neyoy, al ser padre de un hijo estadounidense y llevar más de cinco años en EE UU cumple las condiciones para beneficiarse del programa de protección contra la deportación anunciado por Barack Obama el pasado 20 de noviembre (programa Dapa). Aunque la medida está parada por un juez de Texas a petición del Partido Republicano, la situación es lo bastante ambigua como para considerar que tiene derecho a permanecer en el país.
En el caso de Rosa Robles, sus hijos son mexicanos. Aunque ellos cumplen las condiciones para la protección contra la deportación (programa Daca), ella no. La abogada de ambos casos, Margo Cowan, explica por teléfono que Robles cumple “muchas condiciones que han sido tenidas en cuenta en otras ocasiones para frenar una deportación”, como su impecable historial policial, su implicación en la comunidad, los medios de vida y su cumplimiento con los impuestos. “Estamos comprometidos con mantener a las familias unidas. El mensaje es que no es aceptable separar familias”.
Rosa y Daniel son dos casos de los 10 que hasta ahora ha contabilizado el autodenominado movimiento santuario, que trata de extender esta práctica ante deportaciones que consideran desproporcionadas. Solo tres permanecen en santuario. El resto han logrado parar temporalmente la deportación. La práctica del santuario remite a principios de los 80, cuando la Iglesia Presbiteriana del Sur de Tucson empezó a acoger a ciudadanos de Guatemala y El Salvador que huían de las guerras de sus países. En esta iglesia tienen su sede Tucson Samaritans, una de las organizaciones locales que dan ayuda humanitaria a los inmigrantes en el desierto de Arizona, junto con No More Deaths.
“Las comunidades de fe religiosas se abren a los que tienen miedo”, decía la pastora de la iglesia, Allison Harrington, para explicar su decisión. El caso de Daniel, el primer acogido en santuario en esta iglesia en 35 años, “es un caso claro de alguien que no debía ser deportado”. “Ha relanzado el movimiento”, dice Harrington. En su opinión, “cualquier comunidad de fe” haría lo mismo por uno de sus miembros en la situación de Rosa y Daniel.
Fuente: El País