s necesario que cuatro hombres carguemos a Juana Barraza Samperio, sentada en una silla de ruedas, para llevarla del patio de la cárcel de mujeres al tercer piso de la mole de concreto y rejas en Iztapalapa.
—Noventa y tres kilos —dice Juana Barraza, sin presunción, pero también sin pregunta de por medio.
Gira la cabeza y muestra el rostro, un enorme óvalo con los ojos oblícuos e inclinados, claramente más arriba los rabillos que el entrecejo y cubiertos por unos lentes de micas amarillentas. Las cejas son dos quebrados pintados y la boca gruesa queda en medio de un poderoso mentón. Imposible no pensar en un chapulín gigante o en un mandarín vestido de azul marino al ser cargado en su trono imperial.
—No me vayan a soltar —pide en voz baja. Al paso del cortejo, internas asoman las caras de algunas de los miles de puertas que debe tener esta cárcel y algo cuchichean sobre la más famosa de sus compañeras, la asesina serial de quien se han escrito tesis criminológicas dentro y fuera de México.
—Los accidentes ocurren —sugiere uno de los cargadores con tono de plan y todos tratamos de alternar la risa con los pujidos que nos saca llevar a cuestas a La Mataviejitas.
—No lo creo— se afianza la mujer con la misma seguridad con la que hoy, 12 años y medio después de su detención, niega responsabilidad en el asesinato de 17 ancianas y el robo a 12.
La sentencia que me dieron, primero, fue de 700 años 59 días. No sé quién vaya a vivir esos años, pero, al paso que voy, no creo que yo lo haga”, suelta apenas empieza la entrevista en la biblioteca de Santa Martha, muy cerca del anaquel con el acervo de derecho. “Gracias a Dios y a un buen abogado de oficio, me bajaron a 50 años”, agradece sin saber que nadie en la Ciudad de México puede pasar más de medio siglo de su vida a la sombra, no importa cuántas repasadas le dé al Código Penal.
Juana insiste en que es inocente. Habla de la ausencia de coincidencia entre las huellas dactilares encontradas en los escenarios criminales con las que hay en sus largas manos de orangután. Si fueron 17 asesinatos, ¿por qué sólo 12 robos? Habla de su hija sola y pobre, por quien está determinada a recuperar la libertad.
Cada peso que gana cocinando, la mujer lo invierte en medicamentos o en sacarlo para su familia. Hay quien asegura que “los tacos de cochinita pibil de La Mataviejitas son in-su-pe-ra-bles”. El negocio anda mal. Antes ganaba 2 mil 500 pesos en un buen día de visita y ahora apenas cuenta 500 al final de un martes. Es raro que Juana Barraza no encuentre en cada situación una oportunidad para quejarse. Si alguien piensa en su altivez y cuerpo erguido cuando fue presentada ante la prensa, piensa también en el asesino serial Charles Manson al final de su vida, con la cara de quien se siente confundido por estar en el planeta Tierra y una extraña garrapata en la frente, y ya no la ominosa esvástica.
—¿Es culpable de alguna otra cosa? ¿Cuál fue el error más importante en su vida? —le pregunto.
—Eso es lo que no me canso de mirar arriba y decirle a Dios: Dios, dime, ¿qué paso? ¿Qué daño hice, si siempre ayudo a la gente tanto aquí como allá afuera?
—¿Y le contesta Dios?
—Pues no. Se queda callado… ahorita me ve con bastón —Juana muestra un grueso palo encorvado, se lleva su enorme mano derecha a la espalda y explica el padecimiento de una hernia discal. —Cuando se oye el candado, yo nomás cierro mis ojos y trato de enfocarme en la televisión, ver las noticias es lo que me gusta ver, ¿Por qué? Porque no sabemos y allá afuera andan los familiares, olvídese, ¡hay muchos homicidios!
LOS ASESINOS SERIALES TAMBIÉN AMAN
La Mataviejitas es persona y caso. La neurosicóloga e investigadora de la UNAMFeggy Ostrosky estudió a Barraza Samperio y asoció el abuso sexual de su infancia y el asesinato de uno de sus hijos con el desarrollo de su patología.
La investigación ministerial determinó que Juana estranguló a 17 mujeres mayores de 64 años de edad entre 2002 y 2006. En algunos ataques, la víctima sufrió además abuso sexual. Los retratos hablados de la policía condujeron a la elaboración de un busto de arcilla de un hombre fornido pero afeminado que, en la hipótesis de la autoridad anterior a la captura, se trataba de un travesti o un transexual.
Resultó ser Juana y, como si faltaran ingredientes picantes a la trama, resultó ser una luchadora con nombre deportivo —y artístico— a tono con su culto por la Santa Muerte y su uniforme rojo a la hora de matar: La Dama del Silencio. Lo siguiente fue el apodo tan pegajoso como obvio, propio del humor negro mexicano: La Mataviejitas.
Yo traía a mi cargo a 70 luchadores”, enfatiza y pronuncia la barbilla con lo que adquiere nuevamente su extraño esplendor mandarín.
Santa Martha es un encierro desde cuyos huecos las mujeres presas se intercambian, a gritos, piropos y promesas amorosas con los presos de la cárcel contigua, la Penitenciaría. Algo así llevó a que Juana Barraza se casara con un ladrón reincidente varios años más joven con ella de quien se desilusionó al año.
—¿Tiene novio?
—Ay no, no me hable de matrimonio. Así estoy bien.
—¿Y de los hombres?
—Pues qué le puedo decir, mire hay hombres buenos y hombres malos, pero en mi matrimonio me fue un poquito mal.
—¿Se ha enamorado usted aquí?, se lo pregunto con respeto.
—No… Yo fui muy lastimada y entregando el corazón, una no gana nada, porque con el tiempo en este lugar nos abandonan.
—Se lo pregunto en el sentido de que si usted se ha enamorado de otra mujer
—¡Ay no, no, no, no! Eso sí le puedo decir: a mí me gustan los hombres de corazón, desde afuera. ¿Qué le pasa? Yo no tengo nada con eso y se lo he dicho a mis compañeras, yo con eso no tengo nada. ¿Yo andar con una mujer? No. En primera, sale peor que un hombre, porque si no le gusta esto o lo otro, ya andan pegando, insultando y no, no, no. La verdad, para que a mí me peguen y para que yo tenga que obedecer, pues va a estar en chino.
—¿Cuál era el más famoso de sus luchadores?
—La Parca y Latin lover.
—¿Y en persona le parece un hombre atractivo Latin Lover?
—Sí, es guapo, pero no se le quita lo mujeriego.
—Oiga y el luchador más guapo que usted haya visto en toda su vida ¿quién es?
—El Charlie Manson.
—¿Le puedo preguntar si le dio su besito a Charlie Manson?
—No, siempre fue un compañero, un amigo de trabajo y hasta ahí.
—¿Se enamoró de algún luchador usted?
—Mejor lo dejamos así.
—Abra su corazón y descanse, sea feliz y platíquenos qué luchador fue el amor de su vida.
—Máscara Sagrada, Jr. No era guapo el hombre, pero tenía mucha personalidad.
—¿Nunca se tomaron de la mano?
—Un fatal caballero.
—¿Por qué?
—Mujeriego, como todos, yo no entiendo… ¿Por qué prometer tantas cosas si saben que no van a cumplir? Yo, cuando me casé en la Peni, yo se lo dije a mi marido: yo no te amo, yo siento un cariño por ti, pero yo no te amo ni te quiero y él me dijo: “Con el tiempo…”.
—¿Y ocurrió?
—Pues, más que nada, yo pienso que mantener a un hombre jamás.
—¿Cómo?
Si a duras penas me mantengo yo, ¿usted cree que voy a mantener a mi marido? ¡N’ombre! Pedía que le llevara dinero y que le diera gasto y le dije: ¿Qué? ¡Gasto! Mira, si me sirvieras como hombre, tal vez lo aceptaría.
—No me diga.
—Y discúlpeme que lo diga fuerte y quedito, pero no, para mí no. Por eso ahora me voy a buscar a un negrote, o me compongo o me descompongo.
—¿Juana Barraza va a morir en prisión o en libertad?
—En libertad, lo decreto.
—¿Qué dirá su epitafio, qué dirá la tumba de Juana Barraza?
—Que fue libre, al fin fue libre, a pesar de todo lo que me acusaban. Gracias a Dios nunca lo hice y no tengo por qué tocar a una viejita. Aquí hay muchas viejitas, enfrente de mi estancia vive una señora bien chiquita. Le digo la abuela. Si yo fuera una homicida serial y estoy loca, ya la hubiera matado. Y no.
Con información de: Excélsior