La Pinza del Fuego: San Luis y México entre Trump y la diáspora criminal

El Radar

Por Jesús Aguilar

En un México donde la violencia ya no es un eco distante de las plazas de Sinaloa ni un rumor lejano en los corredores de Guerrero, sino un pulso acelerado que late en todas partes, como ayer en Tlalnepantla, Estado de México donde una balacera contra un ladrón de autobuses urbanos, o en el corazón de San Luis Potosí donde (no se nos olvida) hallaron un narco laboratorio en la zona industrial , el más reciente informe de México Evalúa(enero–agosto de 2025) encendió una alarma ineludible: cinco entidades —San Luis Potosí, Guanajuato, Estado de México, Morelos y Baja California— arden con “focos rojos” por la diversificación criminal.

Pero lo que este diagnóstico revela no es solo un repunte de homicidios; es la metamorfosis del crimen organizado, que ha dejado de ser un depredador acotado al narcotráfico para convertirse en un leviatán multifacético. Hoy, los cárteles extorsionan a transportistas en las autopistas potosinas, asaltan comercios en Toluca y controlan el narcomenudeo en barrios de Tijuana. Es una criminalidad de espectro completo: adaptable, en expansión y cada vez más incrustada en las economías locales.

Imaginemos San Luis Potosí, esa entidad de contrastes —de minas centenarias a parques industriales que simbolizan la modernidad— convertida en un tablero de ajedrez criminal. Mientras los homicidios se estabilizan, México Evalúa advierte que el verdadero veneno se disemina en otras formas: narcomenudeo que envenena colonias, robo a transportistas que fractura cadenas logísticas y extorsiones que asfixian al pequeño empresario. Es el síntoma de un reacomodo tectónico en el mapa del narco mexicano.

El Cártel de Sinaloa, fragmentado entre los Chapitos y los Mayos, y el Cártel Jalisco Nueva Generación, comandado por el espectro de El Mencho, ya no centran su poder solo en el tráfico de fentanilo. Se han diversificado hacia el control de las economías cotidianas: robo de vehículos en el Edomex, secuestros exprés en Morelos y cobros de piso en los campos de Guanajuato. La DEA lo confirma en su informe 2025: ambos grupos, incluso aliados temporalmente en frentes impensables, manejan redes paralelas que erosionan la confianza en el Estado desde abajo.

Pero mientras México enfrenta esta hidra criminal, un nuevo frente se abre en el norte: Donald Trump anunció ayer que ordenará una intervención terrestre contra los cárteles mexicanos, después de los ataques marítimos previos. Su discurso, tan marcial como electoral, encendió las alarmas diplomáticas en todo el continente. Washington ya había designado a varios grupos como “organizaciones terroristas”, pero ahora la narrativa se desplaza hacia la acción directa.
El mensaje fue tan claro como peligroso: “Si México no puede detenerlos, nosotros lo haremos”.

Esa declaración tiene el potencial de cambiar el tablero geopolítico y criminal. Una incursión terrestre, incluso parcial, fracturaría el equilibrio bilateral que apenas intentaba recomponerse bajo los acuerdos de cooperación firmados en septiembre. La respuesta en Palacio Nacional fue inmediata: la presidenta Claudia Sheinbaum reiteró que “no habrá tropas extranjeras en territorio mexicano”, pero el matiz fue evidente: reforzar la soberanía mientras se mantiene la puerta abierta a la cooperación en inteligencia.

Sin embargo, el efecto colateral ya está en marcha. Los cárteles, conscientes de que la presión militar estadounidense puede cortar sus rutas de exportación, están replegándose hacia adentro. Y ese repliegue multiplica la violencia doméstica: más extorsión, más control territorial, más economías paralelas. El narco —como todo ente adaptativo— muta ante la amenaza externa y se incrusta más profundamente en la vida nacional.

El resultado es una pinza perversa: Washington presiona por resultados inmediatos en la guerra contra el fentanilo, mientras México se atrinchera en la defensa de su soberanía. En medio, el crimen aprovecha el caos para diversificarse y colonizar nuevas zonas. La Guardia Nacional se ve rebasada por un fenómeno que ya no distingue entre narcotráfico, huachicol, cobro de piso o lavado de dinero.
En San Luis Potosí, por ejemplo, donde los parques industriales son la joya del Bajío, el robo a transportistas amenaza con paralizar la columna vertebral logística del país. Y en cada tramo carretero asaltado hay un mensaje implícito: el Estado se está encogiendo.

México Evalúa lo dice con claridad: la única salida viable no son más retenes, sino intervenciones coordinadas por territorio, con análisis criminal precisos, cooperación intergubernamental y una política de inteligencia financiera que ahogue las venas económicas del narco. Colombia aprendió esa lección en los 90; nosotros aún estamos a tiempo.

Porque el verdadero cerco que México necesita no es un muro militar, sino una red civil, jurídica e institucional: inteligencia compartida sin cesión soberana, fiscalías autónomas, inversión en prevención y un pacto social que devuelva confianza a las víctimas.

De lo contrario, el 2026 podría amanecer con un país donde el crimen no solo trafica con la muerte, sino que la administra.
La diversificación criminal es el grito de un país que se reacomoda ante la tormenta; ahora, toca a los líderes —a ambos lados del Río Bravo— tejer el antídoto antes de que sea tarde.
Porque en esta partida, el jaque mate no lo da un cártel… sino la inacción colectiva.

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