Una de las muchas cosas hermosas que aprendí de mis padres fue la pasión por viajar.
Las maletas (en mis tiempos sin rueditas y de cuero) iban y venían. Ya fuera para irnos temporadas largas a Santa María, al rancho, a Guadalajara o al entonces DF para ver a mis tíos; o a la playa, en trayectos que nos llevaban días de camino, buscando formas en las nubes, contando colores de coches, con paradas continuas y la estufita Coleman verde para los almuerzos a la orilla de la carretera: tortas, huevos cocidos y demás. Incluso hubo viajes largos a otros países, por tierra o en avión, en los que todavía se fumaba dentro (ya delato mi edad en las narraciones).
Han pasado muchos años, y las maletas siguen yendo y viniendo. Algunas veces no tan frecuentes, y otras en demasía. Al final, la vida es un viaje.
¿Qué llevamos cuando nos vamos? Lo que más necesitamos. Y muchas veces, con lo básico y necesario nos basta y sobra para gozar.
Quizás ahí está la gran enseñanza: vivir no es cargar con todo, sino aprender a viajar ligero. No sólo en las maletas, también en el alma. Porque los pesos invisibles —rencores, culpas, miedos, expectativas ajenas— cansan más que cualquier sobrepeso en el aeropuerto.
La vida, como los caminos, está llena de curvas, desvíos y tramos que parecen eternos. Pero cada día es un boleto de ida que no se repite, y vale la pena mirar por la ventana con curiosidad, aunque afuera el paisaje cambie de repente. Como dice Gaby Pérez Islas: “El viaje perfecto no es el que no tiene problemas, sino el que te permite crecer en cada etapa”.
He comprendido que lo importante no es llegar antes ni acumular destinos, sino disfrutar el trayecto, agradecer las compañías y aceptar que habrá estaciones en las que tendremos que bajarnos, aunque no queramos. A veces toca despedirse, otras veces toca empezar de nuevo. Y en todas, la clave es no perder la capacidad de asombro.
Por eso, hoy intento que mi equipaje sea ligero: llevar conmigo sólo lo esencial, lo que da calor, tranquilidad y alegría. El resto lo dejo atrás. Porque vivir es justamente eso: seguir avanzando sin miedo a soltar, confiando en que la próxima parada traerá su propio regalo.
Al final, la vida es un viaje breve. Y yo quiero recorrerlo con el corazón abierto, los ojos atentos y la certeza de que la felicidad no está en el destino, sino en cada paso que me atrevo a dar.
Nos leemos por las redes,
Marianela Villanueva P.
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