Los erizos de Schopenhauer

Las relaciones humanas son uno de los retos más grandes que tenemos como humanidad. La complejidad de mantenerlas de manera sana es una búsqueda constante para sentirnos bien y lograr un equilibrio emocional.

En estos tiempos de redes sociales abundan los artículos, reels, TikToks y pódcast  que hablan sobre cómo podemos relacionarnos mejor con las personas que nos rodean, ya sea familia, pareja, amistades o compañeros de trabajo.

Te comparto esta metáfora, planteada por un gran filósofo hace más de cien años, y que sigue vigente en nuestros días, junto con algunas reflexiones que espero puedan ayudarte en esta búsqueda constante de sanar y mejorar nuestras relaciones.

Cuenta Schopenhauer que un grupo de erizos, en una fría mañana de invierno, buscaba abrigo y calor. Al acercarse unos a otros, sus púas los herían, así que se separaban. Pero el frío era tan intenso que, tarde o temprano, volvían a intentarlo. Entre el dolor del contacto y el sufrimiento de la distancia, los erizos aprendieron poco a poco a mantener la proximidad justa: lo suficientemente cerca para darse calor, pero no tanto como para lastimarse.

Esa historia, tan simple y tan humana, describe con precisión la complejidad de nuestras relaciones personales. Todos necesitamos a los demás: un abrazo que nos sostenga, una mirada que nos entienda, una palabra que nos devuelva la calma. Pero también todos llevamos nuestras púas invisibles —heridas pasadas, temores, orgullo, desconfianza— que, sin querer, pueden dañar a quienes más queremos.

A veces, después de haber sido lastimados, construimos murallas y nos convencemos de que es mejor no acercarse demasiado. Nos refugiamos en la idea de que la distancia protege. Y es cierto: cuando nadie se acerca, nadie puede herirnos. Pero también es verdad que cuando nadie se acerca, la soledad llega y toma su lugar. El aislamiento puede parecer refugio, pero a la larga se convierte en una cárcel silenciosa.

Vivir en relación con otros es una prueba constante de equilibrio. Nos exige paciencia, empatía y una dosis de humildad. Implica reconocer que todos —absolutamente todos— tenemos aristas que pueden dañar, pero también zonas cálidas donde el amor, la comprensión y el cariño estan presentes. Las relaciones no son perfectas ni lineales: son un ir y venir de aproximaciones, heridas, perdones y aprendizajes.

El verdadero desafío está en no dejar que el miedo al dolor nos quite la posibilidad de relacionarnos con los demás. Aprender a acercarse sin herirse no significa eliminar las púas, sino aprender a tocarnos con cuidado, con respeto, con consciencia. Porque amar no es una garantía de felicidad, pero sí es una forma  de sentirnos vivos.

Y quizás de eso se trate, al final: de atrevernos una y otra vez a acercarnos, incluso cuando el recuerdo del frío o del dolor aún pesa. Cada relación es un nuevo intento, una oportunidad para conocernos mejor a través del otro.

Aprendemos a medir distancias, a pedir perdón, a comprender silencios. Descubrimos que las heridas no son señales de fracaso, sino huellas de que hemos vivido.

Tal vez nunca logremos la distancia perfecta, porque la vida no se trata de evitar la fricción, sino de encontrar calor en medio del invierno, aun sabiendo que alguna espina puede doler.

Y cuando logramos eso —cuando aprendemos a quedarnos, a cuidar y a dejar que nos cuiden— comprendemos que el amor, pese a todo, siempre vale la pena.

Marianela Villanueva P.

Gracias por tu lectura.


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