Astrolabio
Nació un 8 de agosto de 1879, en Anenecuilco, que en náhuatl quiere decir lugar donde el agua se arremolina, y sí, la etimología fungiría como premonición, pues en ese humilde pueblo de Morelos, nació uno de los más grandes héroes nacionales, y quién durante años haría cimbrar al país entero con el torrente rebelde de su lucha.
Así como Madero dio a la Revolución su sentido libertario y democrático, fue Zapata, quien dio a la revolución mexicana su profunda identidad con las causas populares e hizo del reclamo agrario el adeudo moral de más honda dimensión social para el Estado mexicano. O si se prefiere, en palabras de Don Jesús Silva Herzog, en su Breve Historia de la Revolución Mexicana, “los zapatistas lucharon durante algo más de nueve años para conquistar para el trabajador del campo el derecho a un pedazo de tierra y el goce de la libertad para todos los mexicanos”.
Si seguimos a Enrique Rajchemberg en su “Historia y simbolismo en el movimiento zapatista” podemos comprender como “Uno de los «símbolos» didácticos de la historia nacional, ha sido el caballo, asociado invariablemente al héroe histórico, ya que en México la marca del héroe no es el fusil, es el caballo. Alrededor del caballo se ha tejido en el imaginario popular mexicano un conjunto de representaciones que ha variado según la coyuntura histórica. Es un caso muy interesante de un símbolo del anti-héroe (el caballo fue introducido por los españoles) que ha sido revertido por el pueblo, que se lo ha apropiado como un símbolo de fuerza victoriosa al servicio del héroe popular. Uno de los mitos que cabalga por el continente americano es el hombre centauro, el hombre-a-caballo. Del cowboy al gaucho, de Paul Revere a Martín Fierro, el héroe americano cabalga incansablemente por las Américas. El caballo en su función guerrera es parte del mito del héroe. Hasta el Quijote tuvo que conseguirse a “Rocinante” para cumplir con su misión justiciera. Siqueiros pinta caballos fogosos como símbolo de fuerza popular: el caballo como símbolo de un pueblo heroico y no solamente de un héroe. En cambio, Diego Rivera pinta en su mural del Palacio de Cortés, en Cuernavaca, un caballo blanco como doble de Emiliano Zapata: el mítico caballo blanco de todos los grandes generales”.
Acaso por eso, ver la estatua de combate en la que el General Zapata va montado sobre su “As de Oros, más que representarnos una iconografía cívica e histórica, lo que haces es recordarnos que Zapata se levantó contra la arbitrariedad y la injusticia, contra la falta de oportunidades y la opresión, contra el atropello de derechos y la desigualdad, que su lucha sigue siendo un ejemplo para los mexicanos y que representa un legado para el campo mexicano. Ese compromiso con la justicia social se convertiría en el mandato constitucional que define el perfil garantista-social inacabado y eternamente inconcluso del Estado que surgió del movimiento revolucionario.
Remembrando a Enrique Krauze, Zapata no peleaba por “las tierritas” –como decía Villa– sino por la Madre Tierra, y desde ella. Su lucha se arraiga porque su lucha es arraigo. De allí que ninguna de sus alianzas perdure. Zapata no quiere llegar a ningún lado: quiere permanecer. Su propósito no es abrir las puertas del progreso sino cerrarlas: reconstruir el mapa mítico de un sistema ecológico humano en donde cada árbol y cada monte estaban allí con un propósito; mundo ajeno a otro dinamismo que no fuera el del diálogo vital con la tierra. Ningún hombre en la historia de México tuvo tanto amor a la tierra como Emiliano, la tierra, para Zapata, “es el origen y el destino, la madre que guarda el misterio del tiempo, la que transforma la muerte en vida, la casa eterna de los antepasados. Para Zapata la tierra es madre porque prodiga un múltiple cuidado: nutre, mantiene, provee, cobija, asegura, guarda, resguarda, regenera, consuela”.
Por ello, en noviembre de 1911 lanzó el Plan de Ayala exigiendo el reparto de tierras. La lucha de Zapata puso en relieve la urgencia de justicia social después de la larga dictadura porfirista.
El reclamo reivindicador se mantuvo vigente ante Madero, Huerta y Carranza, irreductible en sus demandas, se convirtió en ése hombre necesario y preciso, que con genialidad nos detalla John Womack Jr., en su Zapata y la Revolución Mexicana, y que fue capaz de estar por encima de sus circunstancias y enraizarse con su gallardía indómita en la conciencia colectiva nacional.
El Plan de Ayala zapatista fue el gran acicate para que la Revolución fraguara sus demandas agrarias y las codificara en leyes. El aporte de la lucha zapatista, como se ve, es vasto y prolífico, de ahí que la presencia del caudillo se palpa inmanente incluso en el acento grave de la gente cuando hablan del “jefe”, del “general” o de “Miliano”, como si Zapata anduviera todavía allí, por los nostálgicos cerros del sur gritando Tierra y Libertad.
De ésa manera Emiliano Zapata Salazar vive, aunque en un día como hoy de hace ya 94 años haya desaparecido físicamente el guerrero suriano. Porque desde entonces, la inventiva popular construyó miles de historias pretendiendo desmentir la vergonzosa realidad del asesinato traicionero, esa leyenda vertida en oralidad y amor, nos hace constatar lo que todos sabemos, pero que sobre todo sentimos: Zapata no ha muerto. Su espíritu resurrecto e insurrecto insufla de redención el alma nacional, Octavio Paz lo entendía en una alegoría rebelde: “no es un azar que la figura de Zapata, posea la hermosa y plástica poesía de las imágenes populares. Realismo y mito se alían en esta melancólica, ardiente y esperanzada figura, que murió como había vivido: abrazado a la tierra. Como ella, está hecho de paciencia y fecundidad, de silencio y de esperanza, de muerte y resurrección”.
Oswaldo Ríos
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