Una comedieta desastrosa, donde la sátira clasista fracasa en lo mismo que pretende desvirtuar: la quebradiza felicidad de la fortuna y la insoportable levedad aristocrática, donde el pobre es lastimero, feo y vulgar, pero de buen corazón.
La segunda película de Luis Buñuel en su etapa mexicana fue El gran Calavera (1949), escrita por Janet y Luis Alcoriza y basada en la pieza homónima de Adolfo Torrado, una divertida y pintoresca historia en la que, tras la muerte de su esposa, el ricachón Ramiro de la Mata (interpretado magistralmente por Fernando Soler), se vuelve un juerguista, borrachín y despilfarrador de siete suelas que requiere urgentemente un escarmiento, de lo contrario, podría perder toda su fortuna. Pero Ramiro de la Mata no es el único al que le urge un correctivo ya que el resto de la familia no es mejor que el Calavera: del hermano Ladislao (Andrés Soler) a la hija Virginia (Rosario Granados), los Mata componen una incomparable tribu de holgazanes, un clan de presumidos, altaneros, frívolos, prepotentes y buenos para nada cuya única valía, si puede llamarse así, se basa en la cuenta bancaria del patriarca.
Por tanto, para resolver tan alarmante situación, la familia finge la pobreza repentina luego de una francachela apocalíptica de Ramiro de la Mata: una mañana el Calavera tendrá que curarse la resaca con la cruda resignación de haber dilapidado hasta el último centavo. Vestido con harapos y en el camastro de un cuartucho miserable, De la Mata rumiará su mala suerte y considerará al suicidio como única alternativa para huir de sus errores, hasta que descubre el engaño familiar. No obstante, esa probadita de infortunio le revela el auténtico desastre de la vida regalada: el matrimonio de su hermano Ladislao es una especie de sociedad anónima que solo puede prosperar a sus costillas; sus hijos Eduardo y Virginia son unos cretinos vanidosos, presas fáciles de los abusadores y los buscavidas que se aprovechan de su ingenuidad para hacerse de una tajada de la riqueza de Ramiro. Entonces, para enmendar lo que a ojos del Calavera es obra de su propia irresponsabilidad, decide continuar la broma y los obliga a trabajar.
La fábula de Torrado y luego de los Alcoriza y de Buñuel, funcionó eficazmente como comedia urbana de la primera mitad del siglo XX, cuando el auge de las moralejas redentoras sostenían un discurso fílmico que aspiraba a consolidar las estructuras de una sociedad moralista, maniquea y reaccionaria, pero que hoy, a pesar de su simplismo y sinceridad, resulta más patética que divertida o pintoresca, pese a que nuestra sociedad sigue siendo, en mayor medida, moralista, maniquea y reaccionaria. El problema radica en que ya nadie cree en las historias de caída y resurgimiento; nadie se toma en serio que, digamos, una oveja negra pueda enderezarse y, mucho menos, que un vago que ha tenido todo, absolutamente todo, pueda recuperarse por sus propios medios en caso de experimentar la ruina. Antes muerto, como llegó a pensar Ramiro de la Mata, que modificar su clasista sentido de la vida; primero difunto que descender un solo peldaño en la jerarquía social y, sobre todo, mucho, mucho antes de integrarse al ominoso medio ambiente de la plebe.
Dirigida por Gary Alazraki, Nosotros los nobles es una especie de remake de El gran Calavera, ensamblado por personajes burdos, caricaturas de la caricatura, producto de un desmedido esfuerzo por hacer reír a través de los estereotipos más rancios, los lugares comunes (qué digo comunes, comunales) más chocantes y una ristra de chistes malos metidos en la olla de una historia sin el menor guiño de inteligencia o de ironía.
Érase una vez Germán Noble (Gonzalo Vega), un exitosísimo empresario aquejado por el duelo, que repentinamente cobra conciencia del desbarajuste de su hogar: sus hijos Bárbara, Javi y Cha son un trío de irresponsables y huevones, tan ineptos que viven en un mundo de juguete donde caben todos los clichés: Bárbara (Karla Souza) no solo es pedante y superficial hasta la ignominia, sino carne de cañón de un gigoló; Javi (Luis Gerardo Méndez) pertenece a la horda de mamarrachos que usan camisas slim fit desabotonadas hasta el ombligo, tipo El Niño Muerde o Manuel Velasco (gobernador de Chiapas), y cuyo vocabulario se reduce a epítetos como “Papi mi rey” o “apáchulo”, y tan idiota que es incapaz de concebir un proyecto viable en los negocios, y Cha (Juan Pablo Gil) es un burgués jipioso y burro, cuyo deporte favorito es ligarse a mujeres mayores como paupérrima señal de Macho Alfa.
Así que como el legendario Ramiro de la Mata, Germán Noble urdirá una farsa de bancarrota y se lleva a sus hijos a la casa abandonada que perteneció a su padre en un barrio jodido, para darles una lección de sobrevivencia y, de paso, recuperar los lazos familiares.
Con estos pobres elementos, Alazraki elabora una comedieta desastrosa, donde la sátira clasista fracasa en lo mismo que pretende desvirtuar, la quebradiza felicidad de la fortuna, la hipocresía y la insoportable levedad aristocrática, donde el pobre es lastimero, feo y vulgar pero de buen corazón. La moraleja es ridícula por tramposa e insensata: Bárbara se emplea como mesera en una cantina y se enamora del amiguito lumpen de la infancia, un destino tan ingenuo como si la Lady Profeco terminara sirviendo mesas en el Maximo Bistrot; Javi se emplea como chofer de microbus, vaya decadencia, y encuentra amigos de verdad en el paradero de Indios Verdes, y Cha se vuelve un destacado cajero de banco, a pesar del acoso de su jefa cuarentona, todo envuelto en una idílica alegría por la improbable redención del holgazán.
Película desechable, sin creatividad fotográfica ni contenido literario, Nosotros los Nobles se inserta en el promedio del cine nacional de baja estofa, parecido al culebrón televisivo que no repara en su propia falsedad pues ¿quién dice que los parásitos no trabajan? En realidad debe ser muy cansado gastarse la lana de tu jefe, digamos, al momento de subir al perro en un jet privado o marcar el celular para cumplirte un caprichito como una empresa petrolera o incluso una curul. ¿Y la prole? Que se joda.
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