POPOL VUH 112

DESTACADOS, OPINIÓN, POPOL VUH

Por Mario Candia

21/04/25

APROPIACION CULTURAL Por 72 años, la Procesión del Silencio en San Luis Potosí ha sido un símbolo profundo de la devoción católica, una manifestación popular que entrelaza el arte sacro, la música procesional y la memoria colectiva de una ciudad con fuertes raíces coloniales. Sin embargo, en la presente administración gubernamental, esta expresión religiosa ha sido apropiada por el aparato gubernamental, con el evidente propósito de explotar su potencial turístico y mediático. ¿Dónde queda, entonces, la supuesta neutralidad del Estado mexicano?

ESTADO LAICO El artículo 130 constitucional establece con claridad la separación entre Iglesia y Estado, principio reafirmado desde las Leyes de Reforma del siglo XIX y los pactos que definieron la laicidad del país. No obstante, asistimos a una regresión disfrazada de promoción cultural. Gobiernos estatales y en particular, el de San Luis Potosí no solo avalan, sino que patrocinan, organizan y presiden actos de índole religiosa, como si el erario público y las instituciones tuvieran como objetivo fomentar la fe y no garantizar derechos.

PROTAGONISMO INSTITUCIONAL En esta administración potosina, la Secretaría de Cultura ha asumido un rol protagónico en la organización de la Procesión del Silencio. El evento se ha convertido en una especie de espectáculo escenificado por el gobierno, que busca proyectar una imagen de orden, tradición y “paz social”, sin reconocer el fondo confesional que lo sustenta. En lugar de mantenerse como observador institucional, el Estado ha pasado a ser productor de fe, promotor de ritos y gestor de experiencias litúrgicas, lo cual representa una transgresión clara al principio de laicidad.

LA PROCESIÓN DEL SILENCIO Es cierto: la procesión tiene un valor cultural, turístico y artístico indiscutible. Sin embargo, este argumento no puede usarse como excusa para disolver las fronteras entre lo religioso y lo público. Una cosa es respetar y reconocer el legado patrimonial de las expresiones religiosas, y otra muy distinta es financiarlas, auspiciarlas o institucionalizarlas desde oficinas gubernamentales. El Estado no debe ser altar, ni púlpito, ni sacristía.

LA DIVERSIDAD RELIGIOSA ¿Podemos imaginar al gobierno promoviendo con el mismo entusiasmo una manifestación religiosa no católica? ¿Qué sucedería si una comunidad evangélica, musulmana o de espiritualidad indígena pidiera los mismos recursos y cobertura institucional? La respuesta es obvia: no se les daría ni el espacio ni el presupuesto. Lo que hay, entonces, no es un reconocimiento plural de la religiosidad, sino una alianza tácita entre gobierno e Iglesia católica bajo el argumento de “lo cultural”.

COHERENCIA El problema no es solo de coherencia jurídica, sino también de ética política. En un país profundamente diverso en términos de creencias, donde el número de personas no religiosas y de otras confesiones crece cada año, el Estado debe abstenerse de privilegiar una doctrina sobre las demás, incluso si esta se encuentra profundamente enraizada en la identidad nacional. Lo contrario implica una forma de exclusión simbólica que hiere la pluralidad y perpetúa una visión monolítica del “ser mexicano”.

CONVENIENCIA POLÍTICA Hoy más que nunca, conviene recordar que la laicidad no es enemiga de la cultura ni del arte, sino su garante. Solo un Estado verdaderamente laico puede asegurar que todas las expresiones religiosas o no puedan convivir sin ser instrumentalizadas por el poder político. Porque cuando el incienso se mezcla con la propaganda y los estandartes se colocan junto a las banderas oficiales, lo que se procesa no es la fe, sino la subordinación de la cultura a la conveniencia política.

Hasta mañana.

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