Por Mario Candia
6/08/25
LA BANALIDAD DEL MAL Hannah Arendt fue una filósofa política alemana, de origen judío, exiliada durante el ascenso del nazismo y testigo de los grandes colapsos morales del siglo XX. Su pensamiento, forjado entre la persecución y el exilio, no buscó idealizar la virtud, sino comprender cómo personas comunes pueden participar en actos atroces sin ser monstruos. Su concepto de la banalidad del mal cambió para siempre la forma en que entendemos la responsabilidad individual en tiempos de oscuridad.
MONSTRUOS Hannah Arendt no buscó al mal en los infiernos de la mitología ni en los delirios del pecado original. Lo encontró en el escritorio de un hombre gris, en la burocracia de la muerte, en los engranes anónimos de una maquinaria que funcionaba sin pensar. Su hallazgo, brutal en su sencillez, fue que el mal no necesita monstruos, sino personas normales que renuncian a pensar.
EL HORROR Lo llamó la banalidad del mal. Y esa frase, que incomodó a tantos, sigue siendo una de las definiciones más devastadoras del siglo XX. Porque nos obliga a aceptar que el horror puede operar sin odio, sin pasión, sin ideología. Que el mal puede ejercerse con eficiencia, cortesía y obediencia. Que quien lo ejecuta no necesariamente disfruta del daño, sino que simplemente “cumple con su deber”.
INDIFERENCIA El mal, entonces, no siempre nace de la maldad. A veces nace de la indiferencia. De la comodidad de no hacerse preguntas. De la cobardía de no decir no. De la peligrosa delegación de la responsabilidad moral a una estructura, a una autoridad, a una orden. Eichmann, el burócrata nazi que Arendt estudió, no era un demonio: era un hombre incapaz de pensar desde el lugar del otro. Un funcionario diligente.
LA NORMALIDAD Esa es la tragedia: que el mal puede no tener rostro, ni gritos, ni furia. Que puede disfrazarse de rutina, de trámite, de normalidad. Que puede estar sentado a la mesa, con corbata, hablando de reglamentos. Que puede operar en nombre del bien común, mientras destruye lentamente lo humano. El mal más efectivo no es el que quema, sino el que se institucionaliza. El que se vuelve hábito.
EL PENSAR Y pensar —ese acto que Arendt consideraba la barrera ética más firme— es lo primero que se desactiva cuando reina el mal. Pensar es detenerse, preguntarse, dudar. Es negarse a obedecer sin juicio. Es mirar al otro no como número, ni como enemigo, ni como obstáculo, sino como un ser humano. Allí donde pensar se vuelve peligroso, el mal avanza sin freno.
CONCIENCIA No se trata de héroes ni de mártires. Se trata de conciencia. De no abdicar de la responsabilidad individual. De no convertirnos en engranes. Arendt no idealizaba al bien, pero sí advertía que el mal se propaga cuando dejamos de pensar, cuando normalizamos lo intolerable, cuando nos convencemos de que “así son las cosas”.
ESTRATEGIA El mal no empieza con un golpe de Estado, ni con una masacre. Empieza antes: cuando el lenguaje se degrada, cuando las palabras pierden peso, cuando la mentira se acepta como estrategia, cuando dejamos de mirar a los otros a los ojos. Cuando decidimos que no es nuestro problema.
ABISMO Y en ese punto, todos somos vulnerables. Porque todos podemos llegar a justificar lo injustificable, si el entorno lo permite. Esa es la lección más incómoda de Arendt: que el mal no es algo ajeno, sino una posibilidad latente en cada ser humano.Pensar, por tanto, no es un lujo. Es un deber. Es la única defensa contra el abismo.
Hasta mañana.