Por Mario Candia
25/09/25
ONU La Asamblea General de la ONU volvió a exhibir su paradoja fundacional: un templo de solemnidad donde se invocan los grandes principios, pero donde la desigualdad entre las voces retumba más fuerte que las palabras. Esta semana, la tribuna fue escenario de dos gestos opuestos: mientras Donald Trump se despachó con un discurso excesivo y agresivo, varios países —incluidos viejos aliados de Washington y México— dieron un golpe simbólico al reconocer formalmente al Estado de Palestina. Entre la retórica incendiaria y la diplomacia valiente, la ONU nos mostró que su micrófono no es igual para todos.
REGLAS Las reglas de la Asamblea General sugieren un límite de 15 minutos por intervención, recordado puntualmente a cada jefe de Estado. Pero Trump habló 56 minutos, casi cuatro veces más de lo permitido, en un despliegue de arrogancia que mezcló paranoia y populismo diplomático. Se quejó de fallas técnicas, denunció “sabotajes” y acusó a quienes reconocen a Palestina de “premiar al terrorismo”. Nada nuevo en su repertorio: el magnate que convirtió la tribuna en prolongación de sus mítines, sabedor de que a un presidente de Estados Unidos nunca se le cortará el micrófono. La ONU tiene reglas, pero esas reglas no son iguales para todos: la impunidad también se mide en minutos.
PALESTINA En contraste, el reconocimiento de Palestina por parte de Francia, Reino Unido, Canadá, Australia, Portugal y México, entre otros, abrió una grieta en la narrativa estadounidense. Hoy son ya 157 países de los 193 miembros de la ONU los que reconocen a Palestina como Estado soberano. No es solo un gesto protocolario: es un recordatorio de que la ocupación, la devastación de Gaza y el bloqueo no pueden seguir siendo invisibles detrás del veto de Washington. Reconocer a Palestina no resuelve de inmediato la tragedia, pero coloca a Israel y a su principal aliado en el incómodo banquillo de la historia: el de quienes insisten en negar la evidencia de un pueblo despojado.
MÉXICO Resulta significativo que México haya dado este paso, anunciado por la propia presidenta en una de sus conferencias matutinas. Y resulta igualmente criticable que la mandataria no haya estado presente en Nueva York para defender esa postura en la tribuna internacional. Reconocer a Palestina en ausencia del máximo representante es como enviar un telegrama en tiempos de videollamadas: un gesto válido, pero sin la fuerza de la presencia. La política exterior no se construye solo con comunicados, sino con la palabra y el rostro en los escenarios donde se disputa la legitimidad global.
ESPAÑA Mientras Trump invocaba fantasmas, en la misma sala el rey Felipe VI de España pidió detener “esta masacre”, condenó los bombardeos de hospitales y escuelas y exigió que no se guarde silencio frente a los “actos aberrantes” cometidos en Gaza. Un rey, heredero de un trono, con más claridad moral que las democracias que se jactan de defender los derechos humanos. El contraste es brutal: Estados que blindan la impunidad israelí y voces que, aunque tarde, llaman las cosas por su nombre.
ESPEJO La Asamblea de la ONU es también un espejo. Refleja el cinismo de los poderosos que hablan sin límite, y la frustración de quienes piden respeto al derecho internacional y reciben como respuesta un silencio administrativo o, peor, el corte de un micrófono. Al final, lo que queda es la escena: el poderoso que no calla y el débil que debe medir las palabras. Ese es el verdadero sonido de la ONU: un eco desigual, donde no todos hablan, y no todos son escuchados.
Hasta mañana.