Por Mario Candia
4/11/25
CARLOS MANZO Murió entre velas, música y pólvora. Carlos Manzo, alcalde de Uruapan, cayó en pleno Día de Muertos, en una escena que parecía escrita por un guionista perverso: el hombre que desafió al crimen terminó asesinado frente a su pueblo, con su hijo en brazos, entre el aroma del copal y los disparos. La tragedia de su ejecución no sólo es el epitafio de un político temerario, sino la radiografía de un Estado enfermo de violencia y descomposición moral.
EJECUCIÓN Manzo representaba una figura rara: un morenista rebelde que decidió ir por la libre, un alcalde que transmitía sus patrullajes en vivo y que proclamaba la guerra frontal al crimen organizado, como si la visibilidad pudiera servirle de chaleco antibalas. Decía que no quería ser otro nombre en la lista de ejecutados; el destino, sin embargo, lo desmintió con precisión fúnebre. Su muerte, grabada en la memoria colectiva de Michoacán, exhibe la ilusión de la autonomía municipal frente a un monstruo que no distingue siglas ni colores.
SUCESIÓN En el fondo, Manzo era también un síntoma de la pugna intestina que devora a Morena desde adentro. En Morelia, las tribus del partido ya mueven sus piezas rumbo a 2027: el gobernador Alfredo Ramírez Bedolla busca retener el control del estado mientras los cuadros intermedios se desgarran entre lealtades y traiciones. El hermano del alcalde, Juan Daniel Manzo, ocupa un cargo en el propio gobierno estatal, una coincidencia que huele a paradoja: mientras uno caía a balazos en Uruapan, el otro despachaba en Gobernación. Dos hermanos, un mismo poder, dos destinos opuestos.
EXTORCIÓN La ejecución de Manzo no ocurrió en el vacío. En las semanas previas, dos líderes limoneros —Bernardo Bravo Manríquez y Alejandro Torres Mora— habían sido asesinados tras denunciar la extorsión del crimen organizado en la producción y venta del limón, esa fruta que en Michoacán vale más que el oro. Era la señal de que el negocio del cítrico se convirtió en campo de guerra y en metáfora perfecta: la cosecha del miedo ya había madurado. Los limones del infierno estaban listos para su exportación.
DESAPARICIÓN Apenas un día después del atentado, la Fiscalía reportó la desaparición del exalcalde de Zinapécuaro, Alejandro Correa. Otro político tragado por la oscuridad. Nadie sabe si fue secuestro, venganza o mensaje. Lo cierto es que el crimen de Manzo desató una espiral de sombras donde la impunidad camina sin prisa, pero sin pausa. Cada asesinato deja un silencio más grande que el anterior.
URUAPAN Lo que ocurrió en Uruapan no fue un caso aislado: fue la síntesis de un país donde la política se ha vuelto funeraria y el heroísmo, espectáculo. Manzo creyó que la valentía bastaba para enfrentar al poder criminal, pero el sistema lo dejó solo, igual que a tantos otros alcaldes caídos en el olvido. En México, los municipios son trincheras de barro donde los funcionarios improvisan estrategias con rezos y escoltas, mientras el Estado observa desde su palacio climatizado.
PODER Al final, el alcalde que quiso desafiar al miedo murió en su propia función. La plaza de las velas se encendió… de disparos. Los niños lloraban, las cámaras seguían grabando, y el país volvía a su rutina de sangre. Manzo no fue un mártir ni un héroe perfecto; fue el espejo de un sistema que glorifica la valentía mientras deja solos a los valientes. En los altares de este noviembre, entre velas y fotografías, se levanta una ofrenda amarga: la de un México donde la muerte sigue siendo la única constante del poder.
Hasta mañana.


