Serán cientos, si no miles, los textos escritos en México dedicados en estos días a comentar la fuga de Joaquín Guzmán del penal de máxima seguridad del Altiplano. Si contásemos las dedicatorias en redes sociales, probablemente hablaríamos literalmente de millones. En prensa internacional las menciones son también insistentes, ocupando además lugares importantes en los impresos y páginas de internet. Es clara, con ello, la trascendencia de este acontecimiento.
Pero leyendo algunas de las principales cosas que se han escrito, de lo poco que queda tan claro como la trascendencia de la fuga es que nadie, o prácticamente nadie, da un peso por las versiones oficiales que da el gobierno.
Por todos lados se leen cuestionamientos sobre la factibilidad de que se construyera un túnel de mil quinientos metros alrededor de un penal hipervigilado sin que nadie se diera cuenta. Poquísimos dan crédito a la idea de que Guzmán aprovechara ‘puntos ciegos’ de las cámaras de videovigilancia. Varios han dudado de los horarios en que se dice estaba en la ducha, de donde habría escapado el capo criminal hecho leyenda.
Al igual que la versión de Tlatlaya vertida originalmente por el gobierno, y que a la postre se ha caído en pedazos, esta historia parece hacer agua por todas partes. Y ese es el elemento que más llama mi atención. Si algo de credibilidad le quedaba a este gobierno, las casas blancas, los tlatlayas y ahora la fuga, excarcelación o lo que sea del Chapo Guzmán la han barrido por completo. Nadie cree la versión oficial, como nadie creyó las versiones de la casa financiada por Higa, la supuesta defensa propia ante una agresión en Tlatlaya, o como muchos no creen la ‘verdad histórica’ de Ayotzinapa.
No es arriesgado pensar que nadie cree en el combate anticorrupción que supuestamente se libra, ni tampoco en la honestidad con la que se vaya a confeccionar el ‘presupuesto base cero’. Qué decir de la integridad o los fines con que se manejen las rondas derivadas de la reforma energética, las obras del nuevo aeropuerto, la evaluación a los docentes del país… en fin.
Tan poca credibilidad, me parece, puede afectar casi cualquier política pública que me digan. Porque si no creemos en lo absoluto en nuestro gobierno, si podemos dar por sentado que todo lo que nos diga es mentira, el apoyo que demos a las medidas se verá peligrosamente mermado.
Así, la mitomanía crónica peñanietista pone en jaque a la gobernabilidad misma. Y puede hacerlo no sólo para su propia administración, sino para las siguientes, pues pésimos resultados sostenidos en el tiempo son capaces de afectar el apoyo al régimen o sistema en general, generando un desencanto que trasciende administraciones. Lo que David Easton llamaba ‘apoyo difuso’, pero a la inversa.
Twitter: @leonhardtalv