El Radar
Por Jesús Aguilar
Ayer en San Lázaro se volvió a exhibir lo peor del poder cuando se siente impune: la aplanadora oficialista votó, sin vacilación y sin pudor, una ley que prohíbe los vapeadores en México y criminaliza su producción, distribución y venta.
Un tipo penal nuevo, tosco, desproporcionado, que puede castigar con más severidad la comercialización de un vapeador que muchos delitos que verdaderamente destruyen vidas todos los días.
Y aunque a última hora intentaron corregir la barbaridad de castigar también a los consumidores, la señal quedó enviada: este gobierno está dispuesto a usar el Código Penal para modelar conductas, corregir hábitos y disciplinar generaciones completas.
No es política de salud. Es tutela disfrazada de protección.
Porque si algo deja claro esta reforma es que la 4T ya no se conforma con regular: quiere dirigir.
O para los más mal pensados incluso, un nuevo pacto con el crimen organizado que ahora desde el mercado negro se apropiará de un objeto de deseo atravesado por la PROHIBICIÓN.
¿A quién le legislan encima?
Basta revisar los datos para entender quiénes quedan en la mira.
Entre los jóvenes de 15 a 19 años, el uso de vapeadores se quintuplicó entre 2018 y 2023, según especialistas del Instituto Nacional de Salud Pública. La propia ENSANUT registra un crecimiento en adolescentes superior al de adultos. El vapeo —sea o no riesgoso, beneficioso, dañino o puerta de entrada al tabaco— es, antes que nada, una práctica cultural generacional.
Y cuando un Estado elige un hábito juvenil y lo convierte en objeto de sanción penal, el mensaje no es sanitario: es político.
Jóvenes que crecieron sin certezas, sin movilidad social, sin seguridad, sin futuro claro… ahora descubren que tampoco tienen derecho a decidir qué inhalan, qué consumen o qué riesgos están dispuestos a asumir. El gobierno que presume combatir al neoliberalismo termina operando como el más viejo de los tutores moralistas.
Australia: el otro laboratorio
La tentación del control no es exclusividad mexicana.
Australia, presentada como democracia ejemplar, acaba de prohibir redes sociales a menores de 16 años. No hablamos de limitar contenidos, de exigir transparencia algorítmica o de fortalecer alfabetización digital. No. La respuesta fue prohibirlo todo. Quitarles la llave de entrada a la vida pública del siglo XXI.
Una adolescente lo dijo con una claridad que desarma: “Nacimos con esto. ¿Por qué nos lo quitan?”.
La pregunta es idéntica en México. ¿Por qué este gobierno insiste en legislar contra una generación que ni siquiera ha terminado de crecer?
Una generación que nunca ha visto un país en paz, que normalizó la precariedad, que vive entre pantallas no por elección sino por contexto. Una generación a la que nadie escucha, pero todos quieren corregir.
La generación que ya no acepta órdenes
Hace unas semanas vimos el verdadero rostro de ese hartazgo juvenil cuando miles salieron a las calles, primero en la capital y luego en otros estados, en un movimiento tan imperfecto como legítimo. Jóvenes que se manifestaron contra la violencia, la corrupción, la impunidad… pero también contra la sensación de que el Estado decide por ellos sin rendir cuentas.
La muerte del alcalde de Uruapan fue el detonante. Lo que siguió fue lo que la 4T no quiso ver: un país joven cansado de ser tratado como “menor de edad permanente”. Hubo choques con la policía, heridos, detenciones. Pero nada detuvo la fuerza del mensaje.
Encuestas posteriores lo confirmaron: la mayoría de los mexicanos no vio manipulación ni complot, sino indignación genuina.
La misma indignación que hoy crece frente a un aparato fiscal que exprime a los jóvenes, frente a un ISR que castiga ingresos precarios mientras el gobierno presume “justicia social”. La misma que se enciende cuando criminalizan vapeadores, persiguen hábitos juveniles, imponen controles digitales o pretenden uniformar conductas bajo la lógica del castigo.
El error estratégico de la 4T
La 4T confunde número de votos con legitimidad moral.
Confunde legitimidad con permiso para imponer.
Y confunde protección con obediencia.
Sin darse cuenta, ha logrado algo que los gobiernos suelen aprender demasiado tarde: cuando una generación despierta, no la vuelves a dormir.
Esta generación Z —los que marchan, los que vapean, los que se indignan, los que viven en redes, los que no creen en discursos verticales— será la que defina el país en la próxima década. Son los futuros emprendedores, contribuyentes, electores, formadores de opinión, creadores culturales, ingenieros, maestros, periodistas. Y los están tratando como si fueran niños.
Mientras tanto, los problemas reales siguen sin resolver:
la violencia estructural, la desigualdad que asfixia, la corrupción que erosiona todo, el futuro que se hace polvo.
Pero para la 4T es más fácil prohibir un vapeador que enfrentar un cártel.
Más cómodo criminalizar al joven que auditar a los intocables.
Más rápido legislar sobre pulmones ajenos que reparar el Estado.
El futuro que no quieren escuchar
Lo que está en juego no es el vapeo. Ni TikTok. Ni el ISR.
Lo que está en juego es el modelo de ciudadanía que el país está construyendo.
Una en la que el Estado gobierna como tutor.
O una en la que los ciudadanos —especialmente los jóvenes— ejercen la libertad con responsabilidad, no con permiso.
La pregunta final es simple:
¿Qué país queremos que herede esta generación? ¿Uno que confía o uno que castiga?
El gobierno cree que controla el rumbo.
Pero el pulso de esta generación ya se escucha más fuerte que cualquier votación nocturna.
Y si algo está claro es esto:
si los quieren obedientes, ya llegaron tarde.
Y al hijo menor de Andrés Manuel, tótem impenetrable de su reino fantoche, alguien lo vigilará para que al menos no compre en público su propio cigarro electrónico…
