Jornaleros, penumbras invaden sus vidas

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Colonos de Santa María llegaron con la ilusión de una casa, pero sólo hallaron más miseria y agua salada que les lacera la piel.

A María le parece irónico que el lugar donde vive se llame Santa María. Que lleve el mismo nombre que le puso su madre en Oaxaca, porque en Santa María de Los Pinos no hay más que estrías de agua inmunda, charcos que dejan los baños de pozo y que los niños utilizan como albercas cuando el fogaje del sol arrecia.

Niños, hijos de indígenas que llegaron del sur de México y empezaron su vida con un peso menor del que debieran, porque sus cuerpos mal alimentados tal vez nunca se desarrollen en un lugar como Santa María.

En esta colonia, todos los miembros de las familias de campesinos van al campo: el marido va al campo, la mujer procrea y va al campo, los niños nacen y también trabajan en los surcos de la fruta que esté de temporada.

Los campesinos viven peor que en sus pueblos, porque sólo hay agua salada que lastima las manos más que la tierra seca. Esa agua es una donación del campo donde trabajan, una obra “caritativa” con esos jornaleros que reclutaron en el sur de México.

“Santa María no está llena de gracia, tampoco es bendita”, dice Justino, haciendo referencia a una oración católica. Es residente de la colonia, un campesino que llegó de Guerrero hace una década.

“Es el lugar más inmundo del mundo”, dice el hombre chaparrito de piel color cobre, que quisiera regresar a su tierra porque ya no soporta el agua con sal que cuartea la piel de sus hijos.

En Santa María siempre hay penumbra. Pareciese que el sol sale sólo un rato y después se esconde. Los residentes han llegado a la conclusión que son las corrientes de polvo que se elevan a lo alto y la oscurecen rápidamente.

Volviendo a María: su figura menudita contrasta con esa mirada triste y dura, con esos ojos chinos que tienden a desaparecer cuando ríe o se enoja. “Qué nos queda, sólo vivir aquí, porque es el lugar donde nos tocó vivir”, dice resignada, mientras tiende una sábana en la tierra de su casa y acuesta a su hijo más pequeño.

Caridad de Los Pinos

Don Justino cuenta que la colonia Santa María de Los Pinos se conformó en el año 2003. Fue un proyecto para reubicar a todos los jornaleros que vivían hacinados en el campamento del rancho Los Pinos, conocido por las múltiples denuncias y la explotación a la que han sido sometidos miles de jornaleros.

Los trajeron de la montaña de Guerrero, con la promesa de una casa. Pero llegaron a “Las pulgas”. El nombre era explícito: cuartuchos de madera llenos de pulgas que piqueteaban tanto a niños como a perros.

“Nos anotaron, y que nos iban a dar un pie de casa; el rancho Los Pinos donó el terreno y ahí nos fuimos a vivir. Aunque a mí no me tocó casa, y a otro jornalero que sí le tocó , me la vendió en 12 mil pesos”.

Pagó 12 mil pesos por un cuartucho recubierto por lonas, sin drenaje, agua o luz. “Pero no me quedaba de otra porque Guerrero estaba muy lejos y los niños tenían que empezar a ir a la escuela”, recuerda.

En los papeles de la casa de don Justino consta que la familia Rodríguez, propietaria del rancho Los Pinos, así como connotados de la entidad, hicieron la donación del terreno.

Desde entonces viven alrededor de 600 familias en un perímetro de seis avenidas y cuatro calles. Santa María está rodeada de los invernaderos de malla blanca que recubren los cultivos de tomate del rancho más grande de San Quintín, en Baja California.

Agua salada para todos

La casita de María está situada en la esquina de la calle tercera. Está flanqueada por palitos de madera, y una lona que hace las veces de puerta. Al entrar te reciben sus cuatro niños: dos varones y dos niñas, ninguno sobrepasa los 10 años de edad.

Dice que vivir en Santa María de Los Pinos, probablemente le sale más caro que si lo hiciera en la ciudad. Pero tiene que resignarse, porque ella y su esposo trabajan en el rancho Los Pinos.

Como los dueños del rancho sólo les regalan agua salada, dice, tiene que comprarle a la pipa un tambo; mensualmente gasta unos 400 pesos en el líquido. Tampoco hay luz, así que compra velas, que representan otro gasto de 400 pesos. De gas, 380 pesos; tan sólo lo que invierte en velas a la semana (100 pesos) es su salario diario en el campo.

“Tenemos que utilizar velas en la noche y en la mañana, porque si no tenemos velas ni modo que vivamos en lo oscuro, ni que fuéramos qué o qué. Bueno, todavía los perros viven a oscuras, pero nosotros somos gente. Ya tienen muchos años que nos prometieron la luz y no se ha visto nada; los de la CFE (Comisión Federal de Electricidad) no se han parado por aquí y así nos engañan año con año”, cuenta María.

Dice que con lo que ganan semanalmente no se puede comer pollo ni carne. Hay que comer tortillas con frijol y chile. Pero todo eso ha sido tolerable, lo que ya no soportan es el agua salada que les “regalan” los dueños del rancho Los Pinos, sus empleadores, quienes los trajeron con engaños a trabajar a San Quintín, denuncia.

“Te pica la piel cuando te bañas, da comezón en el cuerpo no sirve para lavar ropa porque no hace espuma el jabón. Y hay gente a la que le come la piel el agua salada”, dice.

Recuerda que un tiempo breve tuvieron agua dulce, pero la condición del rancho Los Pinos era que todos los que ahí vivieran tenían que trabajar en sus campos. Ante las condiciones de trabajo, muchos empezaron a emplearse en otros ranchos, entonces la empresa les quitó el líquido y lo sustituyó con agua salada.

Entre moscas y excremento

Hoy es jueves. Son las cinco de la tarde y los jornaleros han llegado de trabajar. Pero en las casitas y las calles de lodo ya hay decenas de niños jugando. Ellos salieron de la escuela hace muchas horas.

Cavan hoyos en la tierra y se meten para jugar a las escondidas. Los más grandecitos han empezado a vaciar los pocitos —a donde llega el agua con excremento de los baños de pozos— en las calles. De hecho, al niño que se esconde en el hoyo lo han salpicado de agua inmunda, pero no se inmuta y sigue jugando.

En otra casa una joven de 19 años baña a su niña de unos tres años en un fregadero de cemento, con agua salada que sale directamente de una manguera. La niña llora, está muy helada y le pica, le pica mucho.

Empieza a oscurecer y María enciende las velas. Sí, esas velas que carcomen todo su sueldo. Y también empieza a hacer tendidos en el suelo, sobre la tierra. Mientras tanto, su esposo espanta las moscas para que los niños puedan agarrar el sueño.

Porque así es la vida en Santa María, una favela plana: los días se van entre espantarte las moscas y un olor espeso, mezcla de excremento y basura. Y recubrir sus casas con cajas de cartón que les regala el rancho Los Pinos.

 

Fuente: Universal

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