El Radar
Por Jesús Aguilar
En el agitado cierre del último periodo ordinario del Congreso mexicano, marcado por sesiones maratónicas, votaciones exprés y acuerdos blindados entre mayoría y aliados, se aprobó una de las iniciativas más alarmantes para la vida democrática del país: la conocida ya como ley espía, una reforma que permite a las autoridades acceder a información privada de cualquier ciudadano —incluyendo llamadas, mensajes, ubicación y metadatos— sin necesidad de una orden judicial.
Lo que se ha legislado bajo el pretexto de “reforzar la seguridad nacional y combatir al crimen organizado”, es en realidad una puerta abierta al espionaje sistemático, al uso discrecional del poder y a la vigilancia masiva de una ciudadanía cada vez más vulnerada en sus derechos fundamentales. La historia nos lo advierte: ninguna democracia consolidada puede existir cuando la privacidad se convierte en sospecha y la vigilancia sustituye a la justicia.
La letra fina del control
La reforma, que modifica diversos artículos de la Ley Federal de Telecomunicaciones y del Código Nacional de Procedimientos Penales, permite que instituciones como la Guardia Nacional o la FGR puedan solicitar información de usuarios a empresas proveedoras de servicios sin que medie una revisión judicial. Los legisladores que la defendieron —todos de Morena, PT y PVEM, con excepciones contadas— insisten en que “no se trata de espionaje”, sino de una herramienta para enfrentar con más eficacia a la delincuencia.
Sin embargo, como bien advierte el doctor Jorge Tamez Martínez, académico del ITESO y especialista en derecho constitucional: “Los mecanismos de vigilancia sin control judicial han sido la antesala de abusos masivos en gobiernos autoritarios. Esta ley contraviene principios básicos de proporcionalidad, necesidad y legalidad establecidos por organismos internacionales de derechos humanos”.
De hecho, tanto la Oficina en México del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos como Artículo 19 y el R3D (Red en Defensa de los Derechos Digitales) emitieron comunicados de fuerte condena, alertando sobre la regresión que implica esta legislación. La comparación con el escándalo del software Pegasus no tardó en hacerse presente, y no es fortuita. Aquel episodio, donde periodistas, defensores de derechos humanos y opositores fueron vigilados sin base legal, sigue sin castigo. Ahora, en cambio, el Congreso ha optado por legalizar prácticas similares, pero con sello de “Estado de derecho”.
Legislando a oscuras
El modo en que se aprobó la ley no es menos preocupante que su contenido. Durante el último fin de semana legislativo, Morena y sus aliados aprobaron decenas de reformas en fast-track, muchas sin discusión seria, sin consultar a expertos ni abrir los textos a la ciudadanía. Lo ocurrido recuerda a los peores tiempos del viejo régimen priista, pero con una diferencia clave: hoy se hace desde un discurso de supuesta transformación y justicia social.
“No se construye una dictadura de la noche a la mañana”, afirma la politóloga Denise Dresser. “Se construye por goteo legislativo, por erosión institucional, por concentración de poder. Y esta ley, como muchas otras que han pasado sin el menor contrapeso, representa otro ladrillo en ese muro autoritario que se levanta desde el poder”.
¿Y la Suprema Corte?
Ante la inminencia de su promulgación, varios colectivos y partidos de oposición ya anunciaron que interpondrán acciones de inconstitucionalidad. La esperanza de frenar este atropello está en la Suprema Corte, aunque su propio desgaste, amenazas desde Palacio Nacional y la cooptación de ciertos ministros, hacen incierta su respuesta. La pregunta es: ¿tendrá el máximo tribunal la independencia, firmeza y sentido de responsabilidad histórica para detener esta ley?
El ciudadano bajo sospecha
Lo más grave de todo no es sólo la ley o su posible aplicación discrecional, sino el mensaje que envía: que el ciudadano es un potencial enemigo del Estado, que su privacidad es prescindible si se le opone al poder. Vivimos en una democracia que, poco a poco, deja de serlo cuando se normaliza que nuestros datos, movimientos y comunicaciones puedan ser vigilados sin justificación ni control.
El régimen que encabeza Claudia Sheinbaum, heredero directo del obradorismo, se enfrenta hoy a la decisión de corregir el rumbo o consolidar una deriva autoritaria que nos acerque más a gobiernos como el de El Salvador o Nicaragua, donde la legalidad ha sido puesta al servicio del control absoluto.
La sociedad civil, los medios de comunicación y las universidades tenemos en frente a sí un desafío de enorme calado: no permitir que la vigilancia se vuelva costumbre. Porque cuando la privacidad desaparece, no sólo peligra la libertad individual: se disuelve la posibilidad misma de una vida democrática.