El Radar
Por Jesús Aguilar
(Crónica con licencias literarias de lo que pasó… ¿O alguien puede decir que no?)
La mañana del 27 de enero de 2022, a tan solo 4 meses de haber tomado el poder, el gobernador Ricardo Gallardo Cardona anunció la creación del Consejo Potosí, y el estado de todos, nuestro San Luis Potosí amaneció con un sol tibio y una sensación incómoda de algo demasiado calculado.
Con sonrisa ancha y verbo ensayado, Ricardo Gallardo —hábil como zorro, como sólo un político viejo puede serlo— subió al estrado rodeado de cámaras, micrófonos y, sobre todo, empresarios de quijada trabada.
“El Consejo tiene máxima representatividad porque está formado por los empresarios más reconocidos del Estado, así como la Alianza Empresarial, gente que realmente ama y quiere a San Luis Potosí es la que nos va a traer los proyectos”.
No eran cualquiera: allí estaban los nombres “más pesados” del estado, aquellos que durante años financiaron campañas de sus rivales, que criticaron sus excesos y señalaron sus omisiones.
Los Valladares, los Torres Corzo, Jacobo Payán Espinosa, Félix Bocard, Luis Mahbub, y dos de los que hablaremos más adelante, Vicente Rangel Mancilla, uno de los pocos integrantes de segunda generación, ya que su padre, Vicente Rangel Lozano al morir le heredó el control de un imperio inmobiliario y de desarrollo de infraestructura trasnacional. El otro, no necesita mucha presentación, es el famoso Carlos “Chato” López, controvertido empresario y socio de varios de los presentes, animosos impulsores del proyecto Cañadas que quiere lucrar con el Área Natural Protegida de la Sierra de San Miguelito. Gallardo sabe perfectamente que ninguno de sus “consejeros” votó por él, al contrario hicieron al menos algo para que no llegara desde el 2015.
Otro de los filones del Consejo Potosí fue bordado por Gallardo como un acto que pretendía vender como reconciliación histórica, los había sentado en primera fila.
Aliados en apariencia, rehenes en la práctica.
“El Consejo Potosí resulta fundamental ya que no solo avalará los proyectos, sino que participará en su conformación y, además, propondrá obras prioritarias que ningún gobierno anterior ha tomado en cuenta”, aseguró Gallardo con esa lengua de doble filo, y triple intención.
En la foto oficial —que tardó siglos en montarse, en la incomodidad de los presentes— los rostros hablaban más que los discursos: sonrisas tensas, miradas esquivas, trajes impecables cubriendo espaldas sudorosas.
Con la firma de aquel documento, los críticos naturales se transformaban en estatuas. Atados al escenario del gobernador, limitaban su voz pública: ¿cómo podrían criticar abierta y violentamente a un gobierno en el que, al menos en el papel, eran parte activa? Una jugada magistral de control político sin necesidad de represión.
Pero el verdadero drama no estaba en la cooptación. Estaba en el juego interno que se desató.
De entre todos los empresarios invitados, sobresalió uno: Vicente Rangel Junior, joven, ambicioso, hijo de una generación que había visto cómo sus mayores prosperaban con habilidades duras pero decisiones aún más impenetrables, pero dispuesto a jugar su propio ajedrez.
Fue en una de sus sesiones privada, donde se discutían nuevos proyectos de urbanización al poniente de la ciudad —área sensible por su cercanía a zonas protegidas— que la tensión estalló, pues trascendió que Carlos “Chato” López habría sido un acre crítico de la carretera privada a Matehuala, detonador inclemente del desarrollo de la zona que se había concesionado a grupo Valoran, de Rangel Mancilla. El veterano de mil negocios inmobiliarios, muchos de ellos señalados por invadir reservas naturales y violar normativas ambientales, levantó la voz queriendo “grillar” a Rangel, acusándolo de armar componendas secretas con el gobierno que le terminó concesionando a 3 veces el costo este espacio carretero esencial para el estado y el país.
Vicente junior, no se contuvo. Con aires de suficiencia y un tono desbordado en cohesión, pero desafiante a todas luces le reclamó abiertamente al Chato por meterse en su vida y sus negocios, negó cada punto que se le había endilgado y reviró que si el proyecto costaba más era por sus bondades y espacios especiales, y por producirlo con materiales y condiciones de primera calidad, no como el Chato solía redondear sus desarrollos.
La sala enmudeció. Nunca antes alguien había señalado así a López Medina en público. Menos aún en un espacio “oficial” diseñado para la foto y la complicidad silenciosa.
Las autoridades presentes, en su sillas de tensión sudorosa, apenas movieron una ceja. Sabían que el enfrentamiento era útil: mientras los empresarios se desgarraban entre sí, ganaba tiempo político y márgenes sin interferencias.
Pese a la creciente popularidad de Gallardo, los negocios grandes —las licitaciones, las concesiones, las obras públicas— nunca pasaban por manos del Consejo. Todo quedaba en círculos cerrados, muchos no conocidos por todos pero intocados, invisibles para los ojos de los empresarios “asesores”.
El Consejo Potosí es un decorado. Una gran fotografía para presumir pluralidad y apertura, mientras en el fondo el gobernador sigue escribiendo la historia a su antojo.
Los viejos empresarios, sometidos al orgullo herido, se resignaban a su irrelevancia lenta. Rangel Mancilla, no juega en este tablero, ni vive aquí dijo alguno, pero es el único que entendío con pragmatismo lo que debía hacer para ser una ficha del juego, no solo una voz sorda y ahogada como la de los demás. Dicen los que saben que en un acto de “empatía” final, el gobernador ya ofreció algunos puntos de negocio a “su” Consejo como premio de consolación.
Y el juego, como siempre en la política potosina, ya tenía una torcida dirección, el adelantadísimo 2027.