Marco Antonio García Briones.
8 de abril de 2024
Juana fue la niña que jugaba en los huertos de Nepantla. Se hablaba de tú con los clásicos griegos. En una época en que las mujeres no sabían leer o escribir, Juana gustaba devorar los cuatro mil tomos de la biblioteca de su abuelo.
Sabía Astronomía, Matemáticas, Física, Filosofía y todas aquellas ciencias conocidas durante su existencia. Fue dama en la Corte, amiga de la Virreina.
Muchas y muchos han escrito sobre ella.
Es cierto que tanta sabiduría –fuente de libertad- fue perseguida por un obispo cuyo nombre es menos recordado. Juana dejó de escribir. Por ello escasas evidencias de su vida se conocían, pues apenas algunas de sus obras fueron publicadas y después reproducidas, siglo tras siglo. El primer hombre que publicó los poemas de Sor Juana, en España, fue un antiguo Hidalgo, que durante un tiempo fue Alcalde Mayor de San Luis Potosí: Don Juan Camacho Gaina.
Juana donó todos sus libros, aquellos miles leídos en la casa de su abuelo, en una generosa donación para los niños que morían en la epidemia. Cuidándolos, ella misma enfermó y murió el 17 de abril de 1765, haciendo -con ello- generosa donación de sí misma.
Decía Joaquín Antonio Peñalosa Santillán que, si bien el obispo que persiguió a Juana, ha pasado a la historia como uno de los grandes pastores de la iglesia, jamás podrá igualar la estatura y el legado de aquella virgen jerónima que extendió cien años más el siglo de oro español.
Inundación Castálida, Fénix de América, Décima Musa, como queramos llamarle… Sor Juana Inés de la Cruz hereda luces a la inteligencia, a la mujer y a la literatura mundial. Nació bajo el firmamento de México y quizá, el siguiente soneto de amor sea el más hermoso escrito bajo su cielo:
Esta tarde, mi bien, cuando te hablaba,
como en tu rostro y tus acciones vía
que con palabras no te persuadía,
que el corazón me vieses deseaba;
y Amor, que mis intentos ayudaba,
venció lo que imposible parecía:
pues entre el llanto, que el dolor vertía,
el corazón deshecho destilaba.
Baste ya de rigores, mi bien, baste:
no te atormenten más celos tiranos,
ni el vil recelo tu inquietud contraste
con sombras necias, con indicios vanos,
pues ya en líquido humor viste y tocaste
mi corazón deshecho entre tus manos.