Astrolabio.
Y la verdad sea dicha, este hermoso espectáculo
esta fiesta de los ojos, es también un cochino negocio.
Eduardo Galeano, El futbol
Suponer que Jacobo Payán adquirió un equipo de futbol profesional por el infinito altruismo que le inspira la ciudad y por amor al deporte, es tan ingenuo como pensar que los ricos llegan a amasar grandes fortunas aventando puños de dinero al aire. No. El equipo de futbol es un negocio, y como tal, su leitmotiv es producir ganancias que son monopolio de uno o de unos cuantos, gracias a muchísimos paganos que ponen su plata para que el lucro se active y el statu quo se mantenga. En el futbol como en las fiestas, los desposeídos son tratados como escenografía pero nunca son convidados al festín en las alturas. Por eso el equipo y el estadio tienen dueño, con nombre y apellidos. Es una pena romper la “fantasía”, pero este es el principio de una historia cuyo desenlace ya todos conocemos.
Debe ser dificilísimo saber qué hacer con un estadio de futbol sin un equipo profesional en la ciudad. También un lío cumplir los millonarios contratos celebrados con la elite dorada del terruño que compraron “a ciegas” palcos romanos para disfrutar el deporte “más popular”. Ni que decir de renunciar a las ventajosas prebendas que deja la venta de cerveza, refresco, botanas, y dulces con marcas exclusivas y que se vendieron durante años a un precio aún más ofensivo que su sabor quemado. Botín aparte los “jugosos” derechos de transmisión que durante mucho tiempo incluyeron “acuerdos deportivos de pernada” en los que el equipo de la televisora le manda a su tutelado el cascajo y éste le paga a su curador con “garbanzos de a libra”.
Pobre ciudad la que le vende su alma al diablo por un equipo de futbol.
Su destino será el del alcohólico que en la cota de su desgobierno es capaz de beber hasta etanol con tal de que la sensación de vértigo no lo abandone. Eso explica el eficaz funcionamiento del “negocito” de comprar un equipo de soccer; invertirle lo menos posible; traer refuerzos que funcionarían mejor como actores de vodevil que como deportistas; sacarle la máxima ganancia a la vendimia; chantajear al gobierno con su traslado a otra ciudad; explotar a los cautivos aficionados de todas las formas posibles; si los fanáticos van al estadio desplumarlos; si dejan de ir, responsabilizarlos del fracaso; si la franquicia deja de ser redituable económicamente venderla al mejor postor; si triunfa deportivamente repetir todos los pasos anteriores pero con mayor agresividad y saña.
En esta lógica impecable digna del Manual del Cerdo Capitalista, lo peor que le podría pasar al Atlético San Luis es que lograra el ascenso a Primera División. Si ello ocurriera, sería gracias al respaldo incondicional de una afición volcada en su apoyo, pero el beneficio práctico de la hazaña sería privatizado: la extraordinaria oportunidad de vender el club a un precio decenas de veces superior a su valor original: negocio redondo como la pelota. Luego vendría la histeria colectiva de un pueblo que se siente traicionado, posteriormente la resaca, más tarde la desesperación de la abstinencia, las porras oficiales pagadas protestando en las calles, las porras oficiales pagadas regresando a las gradas y finalmente la milagrosa aparición del “vendedor de humo” que regala paraísos momentáneos y así por los siglos de los siglos.
Afición famélica de espectáculos que alcanza apenas a construir su identidad en la creencia de que “hay que apoyarlos porque son de San Luis”, sin pensar en que el dinero no reconoce regionalismos y que el equipo no es de San Luis sino de Payán y que juega “aquí” por la simple razón de que aquí estaba el Hoyo Universitario en donde fue construido el estadio que lleva el nombre del Rector que patrocinó al dueño y sus terrenos. ¡Plop!
Hace años, cuando la oncena local de Primera A era administrada por empresarios potosinos estos se quejaban amargamente de que en lugar de ganar, perdían dinero, y amagaron con abandonarlo, pues ellos bien sabían que si el futbol no sirve para hacer dinero, ergo no sirve para nada.
Pero… ¡Bendita sea la providencia! Llegó un generoso y desinteresado magnate potosino a comprarlo en 1 millón de dólares. ¡Claro! Para regalárselo a un pobre mexicano sin recursos llamado Emilio Azcárraga Jean cuyo changarrito se especializa en beneficiarse del tráfico de influencias en la Federación Mexicana de Futbol. Ése club, con el tiempo subiría a Primera y luego de varios años en el máximo circuito sería vendido en aproximadamente 40 millones de dólares. ¡Ha de ser el Karma de las almas buenas! El nombre del filántropo incomprendido: Jacobo Payán Latuff.
Hace poco “Don Jacobo”, como suelen llamarlo sus epígonos, decía que el futbol es una pasión y no un negocio. Tiene toda la razón, para ser buen negocio, debe disfrazarse de pasión. Pasión para todos los que pagan, negocio sólo para el dueño de la caja.
Sí, Atlético Payán S.A. de C.V.
Oswaldo Ríos.
Twitter: OWSALDOR10S