Reforma migratoria: Sueño de 11 millones

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Antonio Bernabé clava los ojos negros, ligeramente rasgados, en los de cada persona en la audiencia. Una fracción de segundo, pero lo suficiente para que se muevan algunas cabezas de arriba a abajo, asintiendo. Moreno, de nariz recta y afilada, cejas pobladas, bigote y barba, Antonio conserva el gesto serio; asiente con la cabeza también.

“Es ahora cuando podemos presionar para tener la reforma que queremos”.

El salón está ocupado por cuarenta personas, hombres y mujeres. No alcanzaron las sillas, así que hay hombres de pie. Son las seis de la tarde, pero algunos se ven recién bañados: con los pantalones de mezclilla buenos, zapatos tenis limpísimos, una camiseta con el logo de algún equipo, algunos con gorra. No era éste el atuendo que portaban hace unas horas, sino el de trabajo; tal vez un poco raído, manchado, cubierto con polvo o con cal. La mayoría realiza trabajos relacionados con la construcción, el mantenimiento o el sector servicios. El hombre que está sentado junto a mí, por ejemplo, aún trae rastros de pintura azul en las manos lavadas. Los rostros muestran la evidencia del sol de primavera californiana que empieza a quemar en abril; el que pinta la piel en tonos ocre cuando uno se gana el pan, literalmente, con el sudor de la frente.

Estamos en un salón de usos múltiples en un conglomerado de edificios del gobierno de Los Ángeles que se ubica en el vecindario de Van Nuys, en la zona norte de la ciudad. En este sitio están representadas la mayoría de las agencias gubernamentales, e incluso una pequeña sala de sesiones del cabildo local alterna a la que se ubica en el hermoso edificio del Ayuntamiento, en el centro de la ciudad. La razón para que exista este grupo de edificios, como una sucursal del gobierno municipal, es algo tan cotidiano para los angelinos, que ya a nadie le parece extraño: Los Ángeles esta dividida en dos. Una pequeña cordillera, las montañas de Santa Mónica, parte casi por la mitad al territorio de la ciudad. El área que queda al sur está flanqueada en dos de sus costados por el mar –al sur el puerto, al oeste las playas– y es ahí donde se localizan barrios conocidos como el Downtown, Hollywood y Beverly Hills. La parte que queda al norte de las montañas se conoce como el Valle de San Fernando, y a su vez está limitada al norte por otra cordillera. Entre esos dos muros montañosos, el Valle aloja a 1.7 de los 3.7 millones de habitantes de la ciudad, de los cuales casi la mitad son de origen latino. Van Nuys se encuentra en el corazón del Valle.

Los latinos que viven en la zona son en su mayoría inmigrantes o hijos de inmigrantes, y aunque por razones obvias no se cuenta con un número preciso de población indocumentada, ésta tiene una presencia importante. El tipo de servicios que se ofrecen en el Valle –cambio de cheques sin necesidad de identificación, envío de dinero a México y Centroamérica sin tener cuenta en el banco, crédito “a la palabra”– es un indicador, lo mismo que las cifras elevadas de población viviendo casi en pobreza.

También lo es la demanda de transporte público, uno de los servicios más ineficientes de la ciudad, debido a la cantidad de personas que no pueden conducir un auto por no contar con una licencia. En estas condiciones, transportarse para hacer un trámite –encontrar transporte o de plano usar la bici, recorrer los 27 kilómetros que separan al Valle del centro, cruzar las montañas al otro lado de la ciudad– resulta una labor heroica, sobre todo después de la jornada de frente sudada. Esto provocaba que la gente del Valle se mantuviera lejos del gobierno y sus servicios; para solucionar el problema, se abrió la sede alterna de gobierno de Van Nuys.

Antonio es dirigente veterano de la Coalición Pro Derechos Humanos del Inmigrante de Los Ángeles, conocida como CHIRLA, que organiza a diferentes grupos: jornaleros, trabajadoras de casa (la forma en que prefieren ser llamadas aquellas mujeres que en México se denominarían “empleadas domésticas”) y estudiantes indocumentados. Sus reuniones son periódicas y los temas van variando, pero en estas semanas es sólo uno: la reforma migratoria por discutirse y la forma de lograr que esa ley, en caso de ser aprobada, los beneficie a todos. Que no vaya a ser que reforme todo, pero que no solucione nada.

Un poco antes de la reunión, Antonio me explica cómo le hicieron para conseguir el salón: Hablaron por teléfono, reservaron una fecha y listo.

“Porque este espacio, en este edificio tan bonito, es de todos; no cobran por usarlo, pero la gente no se atreve a pedirlo. No saben que es su derecho; a veces les da miedo venir porque son edificios del gobierno, y hay policía. Pero pagamos impuestos, nosotros estamos pagando por él”.

La gente que hoy está aquí ya lo sabe. Aunque cuando abren la puerta se les ve un poco intimidados, una vez adentro, entre sus pares, se sienten en confianza. Se sirven algo de comer, abren una lata de refresco. Escuchan con atención a los compañeros, piden la palabra para opinar, hacen bromas. Pedro, un chico alto y flaco, con talento histriónico, explica algunos de los puntos fundamentales de la iniciativa de reforma migratoria presentada por una comisión bipartidista de ocho senadores que deberá ser discutida por ambas cámaras del Congreso estadounidense en las próximas semanas. Menciona el costo que tendrá para quien desee regularizar su situación migratoria: de entrada, casi 2 mil dólares entre multas y trámites.

“A ver, levante la mano quien tenga 2 mil dólares en el banco. ¿Nadie? ¿O sea que todos vivimos al día? Porque fíjense, el gobierno va a ganar dinero con esta reforma. ¿Y a quién le van a hacer pagar? Pues a ‘miguelito’”, dice refiriéndose a sí mismo, provocando una carcajada entre los presentes, “tenemos que hacer oír nuestra voz, buscar que la reforma sea justa, conveniente para nosotros”.

Lo que sigue es planear las acciones por venir. Faltan seis días para el 1o. de mayo, cuando se realizará la tradicional marcha pro inmigrante en el centro de Los Ángeles. Y como ellos van desde el Valle, se tienen que organizar. Rentarán dos autobuses; se darán cita en los días posteriores para pintar mantas y carteles, y cada uno invitará a alguien más. Una mujer distribuye papelitos con letras de consignas, para ir calentando motores: Ya vamos llegando/la migra está temblando. The people united/will never be divided. Planean el diseño de una manta enorme en la cual pintarán un número once gigante: el que represente a los once millones de inmigrantes indocumentados en Estados Unidos.

Indocumentada por los cuatro costados

En el juego de los indocumentados, Verónica gana. Originaria de México y habitante de Pasadena, California, Verónica tiene una doble historia de falta de documentos que acrediten que pertenece a un país. La primera empezó cuando vino a Estados Unidos hace 21 años, a los 19 de edad. Llegó de México como todos los que vienen con la esperanza de mejorar su vida: con muchas ganas y sin papeles. Más de 20 años después eso no ha cambiado, pero ahora hay una segunda historia que inició hace seis años, cuando intentó obtener un pasaporte mexicano en el Consulado de México en Los Ángeles.

“Ahí me enteré de que hace algunos años inició la digitalización de documentos en México, entre ellos las actas de nacimiento; los pasaron de los libros a la computadora”, me explica Verónica, el pelo obscuro, la voz cargada de energía y los ojos muy abiertos. “Entonces fui al consulado con la copia de mi acta para sacar un pasaporte y una matrícula consular (la identificación que emite el gobierno mexicano a quienes viven fuera del país) y me dijeron que mi acta era falsificada. Al parecer, cuando capturaron los datos, los capturaron mal. Mi apellido está mal en la información digital, pero yo tengo la copia de mi acta original. Le dije a la señorita que me atendió que revisara mi documento, y me respondió que ella no era especialista en peritaje”.

La vida de Verónica no ha sido fácil. Cuando vino de la Ciudad de México lo hizo dejando allá a su hijo mayor, hoy de 24 años, y viajando con quien era su pareja en aquel momento, con quien desarrolló un nocivo patrón de violencia doméstica. Afortunadamente, siguiendo su intuición, ella se puso en contacto con una organización comunitaria en donde tomó clases de inglés, cocina y lectura para ella y para los dos hijos que tuvo al llegar aquí, hoy de 19 y 18 años. En este lugar le hicieron ver que tenía que romper el ciclo de violencia. Cuando lo hizo, ocho años después, una nueva Verónica salió a la luz.

“Me quedé siendo mamá soltera, pero empecé a trabajar como voluntaria con otras mujeres, en el programa de lectura de la biblioteca, dando entrenamientos. He hecho eso por más de 20 años: trabajo en la mañanas y hago mi labor de voluntaria en las tardes; porque yo siempre he limpiado casas”.

Verónica habla de su trabajo de limpieza –lavar baños, limpiar cocinas, lustrar pisos, incluso limpiar una pequeña oficina– como algo que sirve para vivir, para tener la plata suficiente para mantener a su familia y dedicarse a lo que realmente le gusta: orientar a otros padres, organizar eventos comunitarios, e incluso una graduación para los estudiantes de preparatoria cuyas familias son de origen latino: durante la ceremonia les tocan el himno nacional del país de sus papás.

“Lo hago no sólo por otras familias, sino por la mía”, dice convencida.

Hoy tiene una

cuarta hija con su actual pareja

“Si los niños con los que están mis hijos están bien, mis hijos van a estar bien también. Yo busco ver en ellos lo que yo no tuve en mi familia disfuncional. Por eso me preocupa que la reforma migratoria esté bien planteada, que no sea sólo una carátula; porque yo quiero estar en este país, con mis hijos. Yo no he regresado a ver a mi familia, no pude ver a mi papá”, ahoga un sollozo, “he sacrificado mucho por que ellos crezcan en este país libremente; el país me ha dado mucho, pero yo también le he dado a él, y tengo capacidad de hacer mucho más de lo que ahora hago; sólo necesito un documento para hacerlo”.

El problema es que si se aprobara una reforma migratoria, si una nueva ley establece que Verónica puede regularizar su situación, el primer documento que necesita para iniciar su trámite es su acta de nacimiento mexicana. Y no la tiene.

“Hablé a México, tuve que pedirle a alguien allá que me ayudara con el trámite y al parecer ya se corrigió el error, pero sigo esperando mi copia. No entiendo por qué, no soy yo quien cometió el error. Y al menos yo puedo hablar a las oficinas, pero hay gente que no sabe leer ni escribir. ¿Cómo le va a hacer esa gente para comprobar quién es, de dónde viene, cuánto tiempo ha estado aquí? ¿Cómo le van a hacer esos migrantes que han venido huyendo de su país sin documentos, a los que les quemaron las casas, los que dejaron todo atrás?”.

Un viajero atrapado en Van Nuys

Don Moisés tiene sesenta años, pero no se le notan. Es robusto y se ve fuerte. Tiene el rostro de tonos ocres que ya sabemos cómo se obtiene, atravesado por líneas de expresión. Durante la junta de CHIRLA usa una voz fuerte y firme, y habla mucho.

“Yo soy un poquito platicador, bueno, ‘comunicativo’ como dicen sus paisanos”, empieza a decirme cuando inicia nuestra conversación, en respuesta a mi afirmación de que representa menos años de los que tiene. Y entonces me cuenta que sí, que como se ve más joven, hay una mujer de 29 años que está enamorada de él. Ni ella ni él tienen compromiso con otra persona; el asunto es que ella es ciudadana, gana buen dinero, tiene su apartamento, y él, en la situación en la que se encuentra, ni soñar con iniciar una relación.

Moisés llegó a Estados Unidos hace 18 años. Vino porque le gusta viajar, porque había escuchado que en Estados Unidos había mucha oportunidad. Originario de Perú, viajó primero a Japón, en donde trabajó durante año y medio. Cuando tuvo que abandonar ese país por la falta de documentos, enfiló hacia California y llegó a Van Nuys. Ahí, sus dotes de conversador le ayudaron a resolver las primeras semanas: conoció a alguien que a su vez conocía a alguien y así consiguió un cuarto. Luego empezó a buscar trabajo: dejó solicitudes en restaurantes y negocios, pero nunca le llamaban. Un día entró a un templo católico diciendo que necesitaba un empleo. Una persona se puso de pie, lo llevó a la puerta y le señaló la esquina: “Ahí es donde tienes que meter tu solicitud”, le dijo medio con sarcasmo y medio en serio.

En esa esquina se reunían –se reúnen hasta ahora– los hombres que como él, eran inmigrantes, no tenían documentos para trabajar, no hablaban inglés y necesitaban dinero. En español se les conoce como jornaleros. Son hombres que trabajan por pocos dólares por hora, menos de los ocho del salario mínimo reglamentario en California, haciendo lo que se necesite; lo mismo instalan una barda que pintan un muro, ayudan en una construcción, arreglan un jardín o reparan una tubería. A veces no saben hacer todo, pero aprenden. A veces no entienden lo que les dicen los gringos que los levantan en camionetas, y se comunican a señas. Y también a veces los llevan a trabajar y al final no les pagan. Y aunque el centro de gobierno de Van Nuys tiene una estación de policía, el que no tiene papeles no quiere problemas, y entonces no denuncia.

Los de la iglesia tenían razón. Gracias a esa esquina, Moisés encontró trabajo. En los siguientes años trabajó como ayudante de plomero, cavando zanjas, descargando camiones, manejando un montacargas, juntando basura y limpiando granito y mármol. El problema es que desde 2009, ni la esquina salva al que busca empleo.

“El año más difícil fue 2011, porque el trabajo escaseó en la esquina y todo lo que tenía en el cochinito me lo tuve que gastar. Es lo más humillante, no tener ni para pagar donde vivir. Ahora comparto el apartamento con otros tres. Ni en mi país lo pasé así; allá por lo menos tenía donde dormir. Sin luz, pero había un techo”.

Moisés imagina que si se aprueba una reforma migratoria, si le dan sus documentos para salir y regresar legalmente a Estados Unidos, lo primero que hará será tomar un avión. Quiere ir a su país, a ver su familia. Quiere ir a Europa. Es que le gusta viajar, me recuerda. Y también me recuerda que desde hace 18 años no ha salido de Van Nuys.

El hombre de voz fuerte de hace un rato ahora luce cabizbajo. En un intento de reanimarlo, le pregunto sobre su enamorada de 29 años. Si ninguno de los dos tiene pareja, si es posible hacer una relación, ¿por qué no aceptarla?

“Mire… por más hombres que seamos, también sentimos”, me dice buscando las palabras adecuadas. “Yo ahora estoy en mala situación. ¿Cómo le voy a pedir que esté conmigo? Ella dice que no importa, que no necesita que yo la mantenga, que lo que busca es compañía… pero no, yo sé cómo es esto”. Hay personas que no soportan el tiempo de las vacas flacas.

Moisés levanta la mirada y busca la mía. Le sonrío. Me sonríe con ojos angustiados. Ahora sí se ve de sesenta años.

Indocumentado por decisión propia

Óscar tiene cara de travesura. Estoy segura de que cuando era niño, o cuando estudiaba en la facultad de Medicina de la Universidad de Guadalajara, era el principal sospechoso si alguien hacía algo malo. Tiene esos ojos que parecen reír todo el tiempo y una mirada que te hace sentir que sabe algo que tú no. Pero como sonríe bonito, termina por caerte bien.

De sus 46 años de vida, Óscar ha pasado los últimos 12 en Estados Unidos. No vino cruzando el desierto, ni oculto en la cajuela de un auto, ni tuvo que brincar la barda. La migración de Óscar fue resultado de un plan disimulado gracias a los ojos reidores.

“Fue por la calentura”, me dice a bocajarro cuando le pregunto por qué vino a Estados Unidos. Óscar vivía en Guadalajara y no le iba mal. Cuando dejó inconclusa su carrera se convirtió en tapicero automotriz y más o menos iba saliendo. “Pero quieres un futuro mejor para tus hijos y escuchas cosas. Allá ves que acá se recogen los dólares en la calle, y pues te entra el gusanito”.

Cuando decidió que migraba, también decidió que lo haría por partes para garantizar un cruce seguro para sus dos hijos y su esposa. Vendió todo en Guadalajara y se mudaron a Mexicali. Ahí cambió todas sus identificaciones para acreditar que vivía en la zona fronteriza; tramitó una licencia, una credencial de elector, abrió una cuenta de ahorro y consiguió empleo en una farmacia. Dos años más tarde, con una situación que podía presentar como estable –y sin que hubiera amainado la calentura–, inició el proceso para tramitar la visa de turista de toda la familia. Vinieron varias veces a Estados Unidos para ir calando el terreno, hasta ese último viaje que emprendieron con la intención deliberada de no regresar. Era diciembre del 2001, apenas semanas después del 9/11.

En Los Ángeles, Óscar siguió siendo tapicero para darle una vida mejor a sus hijos, una de 15 años y otro de 20. Por ser estudiantes indocumentados, Dreamers –el nombre con el que se conoce a los hijos de inmigrantes que llegaron a Estados Unidos traídos por sus padres de manera indocumentada–, ambos chicos son beneficiarios del programa de Acción Diferida anunciado por el gobierno de Barack Obama en 2012, que les otorga la posibilidad de obtener un número de seguro social y un permiso de trabajo de manera temporal, por dos años, mientras se decide el futuro de la reforma migratoria. Así que en este momento, para Óscar la preocupación es qué pasará con él y su esposa.

“Nosotros hemos luchado por esto, mi esposa y yo. Yo fui a Sacramento y a Washington, D.C., para hablar con los legisladores”, dice, mencionando el nombre de dos congresistas de origen latino. Es evidente que cuenta con información, que está politizado y que recibió educación superior; la amplitud de su vocabulario así lo indica. “El día que viajé a D.C. puse en mi Facebook: ‘Llevo en mi maleta mis cosas personales, pero además llevo mi historia, lo que significa ser indocumentado, para pedir que pongan su mirada en nosotros’. Porque yo aquí no puedo trabajar de lo que estudié, pero mis manos han sabido trabajar no sólo de tapicero, sino de jardinero, de vendedor de ropa. Lo que la gente me platicaba no era cierto, uno no llega al California dream. Uno llega y se topa con el idioma, la discriminación, tiene que cambiar su manera de vestir para encajar. Uno ni se imagina a lo que viene”.

Óscar no pide mucho: Un permiso de trabajo para obtener un empleo con las prestaciones de ley, un seguro médico, y el acceso a un salario que le permita ahorrar para enviar a sus hijos a la universidad.

“Llevamos 12 años trabajando, pagando impuestos, en las sombras, en el aire, en una nube. Nosotros ya nos la ganamos”.

11 millones, unidos

En el centro de Los Ángeles el sol quema distinto. Es un sol que se cuela con trabajo por en medio de los altos, grises, fríos edificios del área conocida como Downtown. Moles enormes de acero y cristal con logotipos de bancos y corporaciones, mezclados con edificios de mediana altura de influencia neoclásica y art déco. Las calles son angostas y los edificios largos, así que todo es sombra.

Pero el rostro de estas calles, cotidianamente llenas de autos y personas trasladando mercancía, de yuppies llevando un sándwich y un café en una bolsa de papel, cambia cada Primero de Mayo. Desde el año 2006, cuando se realizó una marcha que sacó a un millón de personas a las calles de una ciudad de 4 millones de habitantes para protestar por la ley antiinmigrante propuesta por el congresista Sensenbrenner, el Día Internacional del Trabajo se ha convertido en el día de los inmigrantes.

Este año fue desde el mediodía que las calles se empezaron a llenar. Hombres, mujeres, niños y jóvenes, vistiendo en su mayoría camisetas blancas o la camiseta representativa de alguna organización: Las de los Dreamers con la leyenda “yo soy indocumentado”; las de los sindicalistas pidiendo justicia para todos; las de una empresa textil que apoya a sus empleados, con la frase “Legalize LA”; camisetas con fotografías de Emiliano Zapata, del Che Guevara, y del padre Óscar Romero. A las camisetas se suman las banderas: México, El Salvador, Perú, Guatemala, Venezuela, Cuba y Puerto Rico, que son tan parecidas pero al mismo tiempo no. A las banderas siempre se suma una imagen más: la de la Virgen de Guadalupe.

La marcha inició a las dos de la tarde con los contingentes cargados de emoción y consignas. “Nos han hecho corridos, nos han hecho películas, pero no nos han hecho justicia”, decía una leyenda pintada en un enorme cartón cargado por un hombre con bigote y sombrero. “No a los trabajadores temporales; no se trata de esclavos”, se leía en un cartel más. “Detengan la latinofobia”, gritaban las letras rojas y azules sobre una cartulina en brazos de un hombre. “Soy María y soy invencible”, decían unas alas de mariposa en la espalda de una chica”.

Entre la larga columna, de pronto se empezó a elevar una manta amarilla. Como un pañuelo sacado de la manga de un mago, se extendió y se elevó hasta ocupar todo el espacio por encima de la gente. Dos enormes globos blancos inflados con gas ayudaban a sostener la parte superior –la idea original era sostenerlo con tubos de PVC, pero la Policía de Los Ángeles cambió las reglas de los materiales que se pueden usar en las marchas a partir de los enfrentamientos de hace dos años con el movimiento Occupy–. Sobre el lienzo amarillo, dos columnas rojas, brillantes, formaban el número 11: el mismo que está en la mente de todos, el que representa las historias, los sueños, el trabajo de cada uno. El número 11 que una noche antes dibujó un grupo de inmigrantes indocumentados para hacer una petición a nombre de todos los demás: “Mantener los 11 millones unidos”.

La autora es periodista mexicana, residente en Estados Unidos. Autora del libro “Dreamers, la lucha de una generación por su sueño americano”.

Reforma

 

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