Un golpe histórico Amaneció nublado el 4 de febrero en Tijuana. Más oscuro que de costumbre. Aunque algunos dicen que Otay, localizada al norte de la frontera, casi siempre luce funesta: la adornan humos negros que emanan los parques maquiladores y los miles de camiones de carga que cruzan por la garita hacia Estados Unidos. Ese día, los radios matra hicieron lo suyo y no dejaron de sonar: “¡Adelante! ¡Adelante!” “¡pi, pi!”. Terminaba la “operación narcotúnel”. A las tres de la tarde, personal del Ejército asestaban en la calle de Junípero Serra un golpe histórico: frustraba la construcción de un túnel con destino a Estados Unidos y resguardaba en el cuartel militar Morelos a 17 personas. En otros túneles no ha había detenidos, sólo sospechas. Vejados, como esclavos, los detenidos vivieron en el sótano de una bodega de carga con el membrete “Asociación de distribuidores”, en el número 17603, un pequeño inmueble color verde que a primera vista sólo albergaba un escritorio, un teléfono de cable y un florero del que se desbordaban coloridas margaritas. Estaba cerca de la aduana mexicana y a 200 metros de la garita internacional para ingresar a San Diego, California. Durante tres meses, a 17 hombres jóvenes, en su mayoría originarios del Rosario, Sinaloa, se les prohibió contacto con el exterior: se convirtieron en “topos”. El lunes 4 de febrero, Juan José volvió a existir. El día que el Ejército descubrió al migrante, contratado para hacer trabajos en la obra, reveló que en diciembre supuso que la “obra” era un túnel y concluyó que su encierro sería para largo. Las opciones del sinaloense se redujeron a dos: escapar o trabajar. La primera implicaba que el “Juanito” lo matara, pues fue tajante y a mentadas de madre lo recibió: “¡Si te escapas, te voy a matar!”; la segunda, incluía la esperanza de que lo dejaran libre cuando terminara el pasadizo y cobrar mil pesos cada tres semanas. Sólo un obrero Cuando los cabos del 28 batallón de infantería, Hernández, Tinajero, Rosas, Hernández y Molina abrieron la puerta de la bodega, lo primero que vieron fue la silueta de un hombre. Vestía un pantalón de mezclilla café y una chamarra del mismo color. Una capa de polvo cubría su rostro. Era Juan José. Iba vestido de “topo”. —¿A qué te dedicas? —le gritó el cabo Hernández. —Soy obrero —respondió sin titubear Juan José. Hernández lograba ver al fondo dos hombres que cargaban costales de tierra sobre una plataforma, mientras Tinajero se percataba que algo brillaba detrás de una puerta de madera. Era una canastilla de metal, empleada como elevador e instalada con sistema eléctrico, los militares encapuchados descendieron 10 metros bajo tierra. Encontraron el túnel. El pasadizo tenía un metro con 20 centímetros de altura y 80 centímetros de ancho, sistema de iluminación, ventilación y rieles con dirección a la línea fronteriza. A pico y pala, una cuadrilla de hombres, sucios, delgados, vejados y tratados como esclavos excavaban para que Joaquín El Chapo Guzmán cruzara su droga hasta San Diego, California. Debajo de la tierra, los 17 hombres relataron que habían sido llevados con engaños y una vez dentro fueron amenazados. Con Juan José, otros 16 nombres volvieron a salir del subsuelo: José de Jesús, Jesús, Fernando, Abel, Jairo, Fernando, Rogelio, Antonio, Juan, Roberto, Alonso, José, Daniel, Lucio, Leopoldo y Jesús. Pasadizo salida Los esclavos eran arriados por un tal “Juanito”. José de Jesús lo recuerda: “Yo estaba en Tijuana buscado quién me cruzara a Estados Unidos, y un hombre en la colonia Pegaso me dijo que un amigo podía hacerlo. Me llevó en la cajuela de su pick up, pero me dejó en una bodega. Ya ahí me dijeron que tenía que trabajar excavando, si no matarían a mi familia”. Otro de los sometidos fue Juan Carlos, un joven de apenas 24 años de edad. Originario de Tijuana, se la sentenciaron: “Aquí ya no hay salida”. Pasaba frente a la bodega cuando un hombre le ofreció trabajo desarmando y armando “racas”. Al entrar le apuntaron en la cabeza: “Ya no hay salida, no hay”. Le advirtieron que de ahora en adelante su vida sería escarbar, escarbar y sacar tierra. Alonso Guadalupe, de 31 años, nació en El Rosario, Sinaloa. Sabe leer y escribir, aunque no terminó la primaria. Lo agarraron con el pico en las manos, callosas y llenas de lodo. Lejos de asustarse cuando llegaron los elementos del Ejército, se sintió aliviado. “Nadie corrió”. Total, todos estaban obligados y amenazados. Como era costumbre, a mentadas de madre les recordaban: “¡Si llego y no están haciendo nada, los voy a matar!”. Los 17 hombres fueron “reclutados” durante diciembre. Algunos eran migrantes, otros desempleados; todos dicen que fueron obligados a cavar el subterráneo durante más de dos meses, hasta que el Ejército los capturó. Les prometieron sueldos de 800 pesos para el que era campesino, tarimero u obrero; a los que tenían conocimientos de albañilería, les darían mil pesos. Nunca vier]]>
“Topos”: los esclavos del narco
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